La élite roja de Corea del Norte
Una periodista retrata desde dentro al régimen de Kim Jong-un
Ha pasado una semana infiltrada en el país del último villano
Sus súbditos no hablan de él con cariño
ÁLBUM: una Corea del Norte nunca vista
Una hilera de teléfonos móviles cruza la calle sin prestar atención al motor del Hyundai que ruge para que apuren el paso. Pegados a ellos marchan, con la mirada fija en sus pantallas, decenas de cuerpos enjutos envueltos en camisas blancas y pantalones de pinzas. Cuando llegan al otro lado de la acera, una agente de tráfico gira con rapidez sobre sus talones e indica al vehículo que prosiga su camino.
La jornada laboral ha tocado a su fin y, con ella, un día más en la vida de los habitantes del Pyongyang de Kim Jong-un. No hay toque de queda declarado, pero tampoco demasiado que hacer en el tiempo libre, por lo que se resignan a volver ordenadamente a sus barrios. Los colegiales, antes de poder ir a jugar, cumplen con su deber de homenajear los cuadros de dos muertos que en vida condenaron a sus padres a tener que repartirse la pobreza propia de un país aislado del resto de la humanidad.
Con su pañuelito rojo al cuello -que ya desde temprana edad identifica a los niños como miembros de la revolución que dice seguir llevando a cabo el partido único-, forman filas a lo largo de la plaza central y dedican alabanzas a Kim Il-sung y Kim Jong-il. Desde el fallecimiento de este último en 2011, los vecinos de la capital de Corea del Norte no sólo tienen que alabar a un dictador, sino a dos. También son dos las caras de muertos que deben relucir en el pin que llevan a la altura del corazón. Todo parece seguir igual, pero es mucho lo que ha cambiado en su cotidianidad desde que Kim III heredó la corona de la única monarquía comunista del planeta.
El nuevo líder -que no ha logrado ganarse aún este título y ha de conformarse con el de Mariscal- sigue obligándoles a vivir incomunicados con el exterior. Sin embargo, las decisiones que ha tomado en sus primeros años de mandato han querido acercar a Pyongyang a las capitales más avanzadas, reservando sólo para ella un progreso que niega al resto del país. De entrada, a sus vecinos les ha permitido parecerse también a los habitantes de éstas y les ha regalado un smartphone. Gracias a estos aparatos, la voz que pronuncia sin descanso consignas revolucionarias por los altavoces instalados en cada rincón no tiene que esforzarse para ser oída: en el país más hermético del mundo las conversaciones también han pasado a ser escritas.
"¡Bienvenidos a la República Popular Democrática de Corea!", exclama la señorita Yon por el micrófono del autobús que impide a los extranjeros entrar en contacto con los trabajadores que abarrotan las calles. Ella, una funcionaria que estudió inglés en la universidad, será la encargada, junto a la señorita Min, de pastorear al grupo por el sendero que el Ministerio de Turismo ha diseñado cuidadosamente para que no vean más de lo que resulta aceptable mostrar. La misión de cada una es velar por que la otra no le cuente a sus clientes nada que el régimen estime que no debe saberse. También han de evitar que fotografíen los lugares no permitidos -el 90% del itinerario- y que intenten hablar con ciudadanos de a pie.
Los 'regalos' de Kim III, "el generoso"
"Les pedimos disculpas por el tráfico. Es hora punta y cada vez hay más coches en nuestra próspera ciudad", se presenta la señorita Min. Más y más coches del fabricante oficial, pero también los últimos modelos de alta gama de marcas extranjeras. La élite roja ya no se avergüenza de pasear sus privilegios ante los ojos de los empleados de la construcción y la industria, que han de conformarse con regresar a casa amontonados en la parte de atrás de algún camión.
A ojos del pueblo no es, sin embargo, una élite la que conduce los automóviles: "Nuestro Mariscal es generoso y obsequia con un coche a quienes trabajan muy duro por la República, como los militares, los grandes deportistas o los cantantes", explica, orgullosa, la señorita Min, ajena al revuelo que su concepto de meritocracia genera entre los extranjeros. Olvida puntualizar que las norcoreanas no pueden conducir y, hasta hace bien poco, tenían prohibido llevar pantalones. "La presión popular hizo que Kim Jong-un tuviera que eliminar esa norma", indica A., una suerte de intermediario entre los visitantes y las guías-espía, cuya confianza ha conseguido a base de contratar con ellas decenas de tours por el museo vivo del comunismo.
Lo que sí les está permitido a las mujeres es regular el tráfico, y para delicia de algunos aún lo hacen en falda. Aunque les ha salido un inesperado competidor: el semáforo. Éste se ha instalado en muchas avenidas para organizar no sólo a los Hyundai, Audi o Mercedes que circulan por ellas, sino también a las decenas de coloridos taxis que ya operan en la capital de manera privada.
El capricho acuático
Y es que hacer dinero ya no está tan mal visto en un Pyongyang cada vez menos gris. En especial si es a costa de los turistas. Una de las visitas que están obligados a hacer durante su estancia en la capital es la del parque acuático Munsu, un capricho personal de Kim III... a 15 euros la entrada. "Si el Gobierno tiene todo un ministerio dedicado a atraer turistas es para obtener divisas -comenta por lo bajo A.-. Con ellas importa frigoríficos, televisores y otros objetos 'de lujo' que es difícil obtener aquí". Muchos de estos artículos entran por la frontera con China, en acciones de contrabando más o menos rudimentarias. Los pocos miembros de la élite que obtienen permiso para salir a hacer negocios al otro lado del río Yalu regresan en el Pyongyang Exprés cargados de cajas de electrodomésticos y de bolsas repletas de alimentos. Por los vagones de este tren pasean también las largas piernas de las doncellas de la corte, que comparten con sus vecinas de Corea del Sur la obsesión por lucir una rostro extremadamente blanco y el gusto por los bolsos de Prada.
Ajenos al estraperlo con el que se enriquecen quienes manejan los hilos del último sistema del mundo oficialmente libre de consumismo, varios jubilados que han dedicado sus vidas a levantarlo se conforman con aliviar sus encorvadas espaldas con el masaje de los chorros de la zona termal del parque. No caben en sí de gozo escuchando las carcajadas de sus nietos, que disfrutan tirándose por toboganes con forma de seta o de flor. El Mariscal "regaló al pueblo coreano" este inmenso recreativo "para premiar su esfuerzo", cuenta la señorita Min.
Pero no es un regalo que todos puedan disfrutar: sólo tienen derecho a pasar un día en el parque los ciudadanos de Pyongyang que reciban un cupón en su unidad de trabajo -en dos años a ninguna de las dos guías-espía les ha tocado, según reconocen- o los pocos privilegiados que puedan pagar unos 3 euros.
Las grandes pistas acuáticas están abarrotadas de sonrisas. Bañadores de todas las formas y colores sorprenden a los viajeros, acostumbrados a las monótonas prendas de tonos grisáceos y corte recto que aún predominan en las calles. Eso sí: no se ve ni un solo bikini ni semejante atrevimiento occidental.
En este oasis de alegría, Kim Jong-un consigue imprimir en las mentes de sus súbditos más afortunados una idea que hace pocos años ni los propios funcionarios del Ministerio de Turismo se creían: que viven en el país más feliz del mundo. Pero la realidad, ajena a aquellos que se han ganado el derecho a ser felices por un día y sólo denunciada por turistas quejicas, es que tras soportar media hora de cola para escalar hasta el comienzo del tobogán más alto, es posible que quede inutilizable porque deje de correr el agua. ¡Qué cruel ironía fue construir un parque acuático en un país que, azotado hoy por la peor sequía en 100 años, depende de la ayuda humanitaria para dar de comer y de beber a más de la mitad de su pueblo!
No lejos de Munsu se encuentra el parque de atracciones Kaesong, cuyas montañas rusas se encienden y apagan al capricho de los constantes cortes de luz que ponen en jaque a la red eléctrica de Pyongyang. Aunque no tiene puertas, los norcoreanos saben que sólo pueden entrar si poseen el codiciado cupón o pagando otros 3 euros (35 para los extranjeros).
Por suerte, algunos jóvenes no necesitan de un espejismo de felicidad para divertirse. Les basta con un balón de fútbol. Un puñado de atléticos muchachos improvisa un partido con un mural del Partido de los Trabajadores como telón de fondo. El más alto de todos marca de cabeza un gol. Sus compañeros de equipo se acercan a felicitarle, pero él no lo celebra. No vaya a ser que la hoz, el pincel y el martillo cobren vida y le acusen de individualismo.
A pocos metros de ellos pasa pedaleando enérgicamente una chica que sujeta el manillar de la bici con una mano y con otra, el teléfono móvil. "¡Miren, miren!", la señala la señorita Yon, queriendo que los turistas reparen en el nuevo carril-bici que discurre por las principales vías urbanas. "Este es otro de los regalos que el Mariscal ha hecho a las gentes coreanas", explica.
Ni libres ni iguales
Pero la generosidad de Kim-iI sólo le ha valido una estatua -frente a las más de 30.000 de su abuelo repartidas por todo el país- de la que él mismo se avergüenza, como se puede intuir por la prohibición de que sea fotografiada. Quizás porque está elaborada con un material que se asemeja a la plastilina y le representa a tamaño real -barriga incluida-, con una sombrilla y un balón de playa. A pesar de sus juegos nucleares, sus súbditos saben que carece de experiencia militar y no le toman en serio. Cuando hablan de él, no lo hacen ni con un ápice del cariño que sentían por su abuelo, o incluso por su padre, a los que sí que llamaban Líderes. Sólo le quieren por sus regalos.
El aparente halo de modernidad que envuelve el Pyongyang de Kim Jong-un no ha hecho a sus ciudadanos ni más libres ni más iguales, sino todo lo contrario. Nadie puede escapar de la música revolucionaria que ha de sacar de la cama a los 25 millones de coreanos llamados a poner en funcionamiento, día tras día, la gran máquina comunista.
Las consignas que lanzan los altavoces coinciden con las de los pósteres que decoran los murales pintados en cada calle. Uno dice: "¡Convirtamos la nuestra en la nación más poderosa del mundo, tal y como deseaban los grandes camaradas Kim Il-sung y Kim Jong-il!".
No parece que su enérgico mensaje contagie a las decenas de soldados, estudiantes y mujeres que esperan, cabizbajos, el autobús en un suburbio de Pyongyang. Muchos optan por hacerlo sentados en la acera. Es como si les faltasen fuerzas, incluso a los militares que están llamados a proteger una Corea que aún está técnicamente en guerra con su vecina del Sur. A duras penas sus delgados brazos consiguen llenar las mangas de un uniforme demasiado grande.
"¿Cómo adquieren aquí los alimentos, la ropa y demás bienes, señorita Yon?", pregunta un turista. "¡Oh! No tenemos que pagar nada, todo nos lo da nuestro Gobierno", se limita a contestar. Y prosigue: "Por ejemplo, a mi familia le corresponden 500 gramos de arroz diarios, además de un poco de pollo, de kimchi (plato típico de verdura)...". Tiene marido y un hijo pequeño.
Parece sentirse incómoda hablando de comida, así que redirige la conversación hacia su smartphone. Abre la versión norcoreana de WhatsApp y muestra a sus clientes un extenso catálogo de coloridos iconos. "En Corea se fabrican muy buenos móviles, siguiendo las instrucciones de Kim Jong-un. Nuestro Mariscal visitó hace poco una fábrica y dio consejos a los ingenieros para mejorar su calidad", cuenta. Sin duda, una de las costumbres que Kim III ha heredado de sus antecesores es la de atribuirse cualidades en todos los campos del saber; luego, la propaganda se ocupa de que todo lo que se produce en el país parezca tocado por su dedo divino. Desde que el pequeño de la dinastía ejerce el poder, se ha disparado el número de terminales conectados a la intranet -que no internet- de su reino, y ésta se ha convertido en el tentáculo más potente del Gran Hermano que vigila a todos sus súbditos. La CIA estima que en Corea del Norte hay 2,8 millones de teléfonos móviles, prácticamente la misma cifra que ciudadanos censados en su capital.
Una jardinera sujeta uno de ellos con una mano y con la otra maneja un cortacésped eléctrico. Se esfuerza por que ni una sola mala hierba crezca en los alrededores de Mansudae, el enclave más solemne de la república fundada por Kim Il-sung. Hace cuatro años, cuando falleció su hijo, decenas de trabajadores tuvieron que acatar los delirios megalómanos de la monarquía y mover su gigantesca estatua de bronce a un lado para hacer sitio a una de proporciones similares hecha a imagen y semejanza de Kim Jong-il.
Muchas personas hacen cola para inclinarse ante ellos. Dos niñitas, vestidas con el uniforme del colegio, se divierten barriendo con escobas las escaleras que llevan hacia las colosales figuras. Un turista se acerca a ellas para preguntarles por qué. Pero antes de que pueda abrir la boca, la señorita Yon le recrimina que se haya separado dos metros del grupo. No puede permitir que un extranjero se salte la regla de oro -impronunciable, pero inquebrantable- del Ministerio de Turismo: está prohibido intentar hablar con cualquier ciudadano de a pie.
"Por favor, nos ponemos en fila y hacemos todos a la vez una respetuosa reverencia ante nuestros Queridos Líderes", indica a sus clientes la señorita Min, irritada. Vigila por el rabillo del ojo que ninguno ose no bajar la cabeza ante los dictadores.
Sólo cuando da por buena la muestra deja a sus clientes regresar al autobús. Casi se ríe en la cara de uno que le pregunta si pueden dar un paseo a pie. Por nada del mundo se arriesgaría a permitirlo y que alguno aprovechara para intentar entrar en cualquier tienda con el objetivo de descubrir si sus estanterías están vacías o llenas, algo que es imposible vislumbrar desde la calzada debido a la penumbra en la que permanecen.
Confinados de nuevo en el autobús que les lleva -quieran o no- en esta ocasión a la Gran Casa del Pueblo para el Estudio, los forasteros reparan en lo que parece una valla publicitaria. "¿Es eso un anuncio?", pregunta uno. "¡Sí! Hay varios en Pyongyang. Informa de que se está construyendo un complejo de viviendas que será entregado al pueblo el año próximo, en el 105", sonríe la señorita Yon.
En Norcorea, la historia arranca con el nacimiento de Kim Il-sung, en 1912. Considerado padre de la patria y Líder Eterno, sigue condicionando su destino después de muerto. No ha dejado de ser obligatorio que su retrato presida, con el de su hijo, tanto los espacios públicos como las casas privadas, ésas que el Gobierno da "gratis" a todos los trabajadores, según expresa la señorita Min: "Aquí todos somos iguales y no tenemos que pagar ni para ir al hospital, ni por recibir educación, ni para acceder a una casa. ¡Todo nos lo da el Estado!".
Sin embargo, las grúas que pretenden hacer a los nuevos bloques blancos tocar el cielo no consiguen tapar el argumento visual que prueba que ni siquiera en la Corea comunista la igualdad ha conseguido ser más que una utopía: chabolas. En el margen del río Taedong, en pleno corazón de Pyongyang, se amontonan rudimentarias construcciones cubiertas por láminas de metal que sirven de hogar a hombres con la piel ajada por el sol y las clavículas demasiado pronunciadas como para poder ocultarlas bajo las ennegrecidas camisetas que visten.
No parece probable que estos ciudadanos de segunda tengan acceso a la Gran Casa del Pueblo para el Estudio, a pesar de que la señorita Min cuenta que su "querido líder Kim Il-sung" mandó construirla para que pudiera venir cualquier persona interesada en aprender otra lengua o en instruirse en la música, el arte o la ciencia". Por su escalinata de mármol sólo suben y bajan hombres con las camisas perfectamente planchadas y mujeres que lucen tupés más altos que sus tacones. Y algunas ya prefieren chatear con sus móviles en lugar de leer el periódico único, expuesto en un panel. Pero antes de que los forasteros puedan pararse a pensar si el centro estará reservado a una minoría selecta, el director les invita a mirar por una puerta. Las suyas se cruzan con las atentas miradas de Kim Il-sung y Kim Jong-il, cuyos retratos presiden un aula abarrotada de aparatos de música que en Occidente serían llamados vintage. Pero lo que desconcierta al grupo es la inconfundible melodía que sale de uno de ellos. Es Yellow submarine.
¿Qué ocurre en Corea del Norte para que ahora se aprenda inglés al ritmo de The Beatles? ¿Está empezando el Reino Hermético a abrirse al mundo? Para cualquier extranjero sería un sueño poder preguntárselo a quienes pasean por el nuevo Pyongyang, pero se expondría a que le acusaran de espía o de periodista encubierto. Al fin y al cabo, sabe que los ciudadanos tampoco podrían contestarle, y menos con la verdad. Aunque la música suene cada vez mejor, la letra de las canciones norcoreanas sigue estando escrita con la sangre de los que han osado plantarle cara a una dictadura que dura ya 67 años.