Ese producto llamado niñez
"Siempre me opuse a la absurda mitología de la infancia feliz. No creo que ningún chico sea 'feliz' tal como lo entendemos los adultos. El chico es un ser solitario que tiene una conciencia enorme de las carencias e impotencias. Esa felicidad es un mito de la infancia que siempre es retrospectiva. Jamás en mi vida escuché a un chico decir 'soy feliz' y, si alguna vez lo escuchaste es un invento de un adulto. Toda esa mitología de la edad de oro, de la pureza, la inocencia de lincorruptibilidad de los niños me ha parecido un invento teñido por la mala fe del adulto que no se atreve a reconstruir en serio su propa infancia” . María Elena Walsh agrega que la única felicidad del niño radica en el juego, desmitifica así el supuesto estado ideal de esa etapa de la vida.
Podemos preguntarnos: la infancia, ¿es la edad de la felicidad? ¿Se puede decir que es feliz quien no tiene consciencia de serlo? Felicidad implica satisfacción plena y disfrute de lo que se considera valioso. Pero valorar supone discernir los logros. La dicha sin conciencia se agota en sí misma, en cambio la satisfacción consciente trasciende, es casi lo que imaginamos como felicidad.
Cuando se exalta la niñez-paraíso se enuncia desde afuera de la niñez. La infancia no se piensa a sí misma y ninguna reconstrucción puede repetir al original. Siempre lo que se repite es diferente. El recuerdo de la propia primera edad es un simulacro de ese corte espaciotemporal denominado niñez. Quienes asocian felicidad con niñez, ¿no sufrieron miedos nocturnos?, ¿no temían perder a sus padres?, ¿no les paralizaba la oscuridad?, ¿no les inquietaba lo desconocido?, ¿no padecieron agresión entre pares (cuando no de mayores), o violencia, o burla, o abuso, o menosprecio, o hambre, o celos o envidia?
Siendo adulta leí Adén Arabia, me identifiqué con la frase inicial de Paul Nizan y la hice extensiva a la niñez. “Tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más bella de la vida”.
La niñez no existió hasta fines del siglo XVIII. Por supuesto que siempre hubo niñas, niños, niñes, pero la categoría conceptual, cultural, medicinal y legal “niñez” es un invento reciente. Antes de la modernidad se la consideraba adultez en pequeño y asexuada. La formulación de que existe sexualidad infantil, emitida por Sigmund Freud, fue revolucionaria. Poco tiempo antes se había movilizado la arquitectura al ritmo de un imaginario cambiante: creó el “cuarto del niño”. La niñez comenzó a tener entidad social, a habitar un espacio diferenciado en la vida.
Poco a poco la ciencia y el mercado reforzarán con avidez la positividad-niñez. Ya no se trata de adultez pequeña. Se constituyó la pediatría, el jardín de infantes y las ciudades dedicadas al placer de la menoridad, desde Disneylandia en Los Ángeles, hasta la República de los Niños en La Plata, pasando por Disney Word en Orlando y sus filiales mundiales. Se crearon marcas de ropa y farmacopea para los primeros años de la vida, se medicalizó el embarazo, se instituyeron derechos de las niñeces, así como espectáculos y bibliografía. La maquinaria biopolítica y consumista extendió sus propios límites.
Así como la politización de la niñez se esboza desde una genealogía histórica, su mercantilización se observa en la fagocitación marquetinera de la Navidad, por ejemplo, celebración que, si bien es planetaria, ensancha la ilusión en los primeros años de la vida. Además, se festejan los nacimientos y nos colonizan con Baby Showers, la fiesta de los úteros a punto de ser desocupados.
Quinientos años antes de Cristo se produjo el antecedente de la Navidad. Fue una celebración pagana fagocitada, trastocada y reemplazada por el cristianismo. Coincide con el solsticio de invierno en el hemisferio norte. Los romanos celebraban las saturnales exaltando la fecundidad. Los primeros cristianos no asociaron esas fiestas ajenas con el nacimiento de Cristo, pues se desconoce esa fecha. Pero en el siglo IV -a pesar de que se creía que Cristo había nacido en primavera- se estableció el dogma de que Jesús había nacido justo en la festividad del solsticio de invierno (en el hemisferio norte). El festejo se popularizó entre los últimos romanos imperiales, lo asociaban a sus propias tradiciones de fecundidad.
Mucho tiempo después, Francisco de Asís, en el siglo XIII, realizó la primera representación del pesebre de Belén. El sincretismo se reforzó y más adelante se integró un Papá Noel o Santa Claus morrudo, regalón, en trineo y con un árbol iluminado. Tradiciones exportadas de regiones heladas; nada que ver con la tierra tórrida que parió a Jesús. Pero, como quien le roba a un ladrón tiene cien años de perdón, la tradicional fiesta de Navidad hoy se celebra más allá de creencias y religiones (con excepciones), si bien persiste una constante globalizada: es una fiesta involucrada con la niñez y el mercado. Días de abundancia obscena entre privilegios o de tristes carencias entre niñeces abandonadas.
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“¿Por qué es el ser y no más bien la nada?”, exclama Leibniz desde las cumbres de la abstracción filosófica. Pregunta por el ser y desde el ser: el filósofo es. En cambio, cuando nos preguntamos sobre la niñez o sobre la incidencia de la Navidad en ella, demandamos desde el no ser: no somos niñes, no podemos vivenciar la infancia ajena y la niñez no se piensa a sí misma. Persiste en el recuerdo de quienes la hemos atravesado. Lo que para cada persona representa su niñez es como una obra pictórica plagada de pentimentos, de alteraciones o “arrepentimientos” ocultos en la elaboración de una obra. Se captan mediante ondas electromagnéticas en el arte pictórico, y mediante lo implacable de las rememoraciones personales intransferibles en estas “fiestas” en las que acechan los recuerdos, los balances y alguna inquietud secreta que palpita. Resulta un buen momento para preguntarnos, ¿por qué -cada vez más- las personas necesitan huir de estas celebraciones y viajar o desconectarse para eludirlas? Quizás por miedo a los pentimentos -tristes o alegres, sufridos, gozados o infringidos- de la propia infancia. O quizás por la improbable pero no imposible esperanza de encontrarnos -tal como lo anhela Alejandra Pizarnik- con el tesoro de los piratas enterrado en mi primera persona del singular.