El secreto de Caetano Veloso, la fiesta imposible
Caetano Veloso lanzó hace unos días el video de Não Vou Deixar, una de las doce canciones que integran su reciente y esperadísimo disco Meu Coco. Dura un poco más de cuatro minutos y lejos de las estridencias, propone un despojo: apenas se lo ve a él, a veces en plano medio, a veces en tomas bien cerradas de su cara, con una camisa bordó que se recorta sobre un fondo azulado. Por momentos Caetano muestra los dientes y sonríe, a veces hace girar sus manos, marca el compás, levanta los puños en el aire, baila hipnotizado, canta un poco y sus labios entran en sincronía con la canción, después cierra la boca o los ojos y sigue bailando.
Admito que miré el video muchas veces (como se suele decir en las redes sociales: no digan cómo vivo) y que las primeras lo hice con el volumen bajísimo (en serio, ¡no lo hagan!): preferí quedarme en la hermosura de este hombre eterno, en su trance, en un éxtasis discreto, en esa sensualidad ligera –pero también contundente como un mazazo– de las personas muy metidas en algo propio. Brillar con casi nada, brillar por la ausencia: un cuerpo en movimiento y música. Sentada frente a mi computadora sentí que era testigo de una celebración unipersonal, un paraíso privado, un secreto envidiable.
Hasta que un rato después me puse a escuchar con atención la letra de Não Vou Deixar y a ver algunas entrevistas que dio el músico a partir del lanzamiento de su nuevo material. “No te voy a dejar fue lo que solté ante el televisor cuando (Jair) Bolsonaro resultó elegido presidente. No vas a hacer lo que quieras con Brasil, no te voy a dejar”, contestó sobre el nacimiento de esa canción que era, al final, una protesta, la consecuencia de un hartazgo. Un todavía cantamos en la voz susurrada del mito de la música brasileña, un yo vengo a ofrecer mi corazón.
Entonces esa imagen de una celebración íntima que me había armado empezó a tambalear. Y no porque en sus canciones en plan himno de resistencia Caetano proponga una pasión triste –menos que menos hablando de Brasil, donde hasta el carnaval puede llegar a combinar ese helado de dos gustos: la algarabía popular y la protesta; el desenfreno y la saudade–: ante un panorama político desolador, él sabe –y elige– cantar.
En todo caso me quedé pensando en mi confusión inicial, en eso que creí haber visto, en el espejismo que pueden llegar a ser las fiestas ajenas.
"Cuando está así muchas ideas se desvanecen y lo importante deja de importar. Su cuerpo es un filamento que está a punto de desprenderse de algo (no sabe bien de qué) pero al final nunca se desprende. Se balancea. Podría estar horas así, hamacándose sola, dejándose abrazar por el aire condensado del galpón. Oslo. Le dijeron que ahí en invierno el día dura pocas horas y en verano casi no existe la noche. ¿Cómo será vivir en un lugar como ese? Lo más parecido debe ser estar como está ahora. Patas para arriba, cabeza abajo. Iría siempre pintada, con la cara enteramente blanca y la estrella turquesa en el ojo izquierdo. En el ojo derecho una luna rosa. Los labios prietos. Sí, iría así. ‘Hola Silje’, ‘Hola Olsen’, ‘Hola Hulda’”, sus amigos. ‘Hola Jan’, prende una seca. ‘Hola Erik’, un trago en el bar del puerto. Y todos ellos también irían pintados, como en un concurso de tatuajes, mirando la vida desde el fiordo”.
Este fragmento forma parte de la novela Oslo del escritor Martín Caamaño (quédense que abajo les cuento más), un lanzamiento reciente de la editorial Mansalva que me gustó mucho. Una de las protagonistas del libro es Manuela, una joven trapecista que recopila información sobre la capital de Noruega. Para ella, Oslo es una especie de tierra prometida, una zanahoria, el lugar donde se van a terminar sus problemas, la ilusión de un estado de bienestar en todos los sentidos posibles. Una fiesta lejana que, si no hace los movimientos adecuados y rápido, se va a terminar perdiendo.
Me fui a mi propia Oslo. Por muchos años ese lugar idílico no lo ocupó para mí una ciudad, como en el caso de Manuela, sino un país: Canadá. Creo que fue por influencia del rumor que circulaba en un pueblo en el que viví parte de mi infancia: se hablaba –con esa mezcla de fascinación y envidia que conforma la habladuría cuando no llega a ser chisme del todo, cuando falta morbo– de la hija de una mujer de ahí que se había ido a vivir a Canadá sin nada y que de un día para el otro tenía una mansión, un auto, un trabajo de pocas horas al día que le dejaba mucho dinero, un marido adorable. Todo, según la explicación popular, porque el país les abría las puertas a los jóvenes con muchas ganas de trabajar. No me acuerdo cuánto duró mi deslumbramiento, sí que imprimí varias páginas de la Enciclopedia Encarta (lo de arriba, pero en tiempo pasado: no digan cómo vivía) con las características centrales de Canadá y que las combiné con anotaciones de un par de libros que encontré en mi casa.
Lo que más me interesaba: la posibilidad de hablar en dos idiomas, el frío buena parte del año. (Una apostilla: la novela Canadá, de Richard Ford, que cuenta una de esas historias un poco indelebles. Ahí el país funciona para el narrador como una vía de escape y una promesa de salvación, algún día retomaremos ese libro en este espacio porque es muy importante).
Viajé una vez a Oslo, pero sigo sin conocer Canadá –dedos cruzados, como con la Antártida: algún día, algún día–. Sin embargo es una tierra que me sigue atrayendo y llevando para ahí cada vez: de los cuentos de Alice Munro (hablamos de ella por acá) a las novelas de Margaret Atwood; de la adolescencia con Alanis Morissette de fondo, a los treinta y pico musicalizados por Arcade Fire, por citar rápido. Canadá sigue siendo mi refugio mental y también una ilusión óptica: la fiesta ajena de la que en algún momento me gustaría ser parte. Un sonido que viene de lejos. (Más abajo, si se quedan, les cuento de una serie durísima que estoy viendo, transcurre en Quebec y pincha un poco el globo en este sentido. Otro espejismo: un par de anteojos negros puede ser signo de resaca, de fiesta interminable, pero también el escondite perfecto para el llanto, el velo que tapa las lágrimas).
La fiesta ajena es un cuento de la escritora argentina Liliana Heker (un asterisco casi cholulo que escribo sonrojada: soy fan intensa de esta autora y si no fuera por el pudor que me carcome, y del que ya hablamos acá, saldría todos los días de mi casa con una remera que lleve su nombre y su cara estampados). Está en el libro Las peras del mal, de 1982, y a fuerza de una historia poderosa –y tal vez también a esa cuota de azar que conlleva cualquier hit– se convirtió en una especie de máquina que cobró vida propia: se lee desde hace casi 40 años en todo tipo de instituciones educativas, se analiza en universidades, se traduce por todo el mundo, se piratea por acá y por allá, se elige para antologías, se representa en actos escolares.
El comienzo es majestuoso, lo dejo por acá.
Nomás llegó, fue a la cocina a ver si estaba el mono. Estaba y eso la tranquilizó: no le hubiera gustado nada tener que darle la razón a su madre. ¿Monos en un cumpleaños?, le había dicho, ¡por favor! Vos sí que te creés todas las pavadas que te dicen. Estaba enojada pero no era por el mono, pensó la chica: era por el cumpleaños.
Para quienes no se lo cruzaron o para que se entienda mejor. La fiesta ajena cuenta la historia de Rosaura, la hija de una empleada doméstica que es invitada al cumpleaños de Luciana, la hija de los patrones. Está contado con el vértigo de un viaje en montaña rusa en apenas tres páginas: a medida que pasan las distintas instancias del festejo infantil (elegir la ropa, la llegada, las velitas, el mago, los juegos, el souvenir, la despedida) se va revelando un entramado cruel, el revés del cumpleaños y de las buenas intenciones.
Lo interesante es que, pese a que claramente se expone en primer plano la diferencia de clases sociales, no se trata de una escena clásica de ñata contra el vidrio: Rosaura y la anfitriona circulan por los mismos lugares, juegan a los mismos juegos, se cruzan en el mismo rito. Pero en realidad las separa un mundo y en pocas escenas la protagonista va a pasar del encantamiento a chocarse, casi de manera brutal, con ese abismo. Y entonces, más allá de las formalidades, aparece una revelación siniestra: moverse por la misma pista, tararear las mismas canciones o comer porciones de la misma torta no implica ser parte del mismo baile.
Los dejo con una nueva edición de Mil lianas, que es como ver pasar el trencito de la alegría por la calle cuando uno camina enfrascado en sus problemas: ese sonido nómade que zarandea, el baile forzado; una fiesta que parece que está ahí, ante nuestros ojos, y a la vez no deja de escaparse.
1. Oslo, de Martín Caamaño. “Toda historia empieza siempre con una partida o con un regreso. En realidad, es en este punto y no antes que empieza la historia”, intenta explicar Oso, uno de los protagonistas de la novela Oslo (Mansalva, 2021), del escritor argentino Martín Caamaño. El hombre quiere reconstruir, de manera torpe, una historia de amor que quedó arrumbada en su pasado y terminó abruptamente. No tiene cómo saber que, como señala el texto, que “de lo olvidado, de lo abandonado siempre queda un resto”. “Y ese resto sólo se pudre, no desaparece. Y justamente ese pudrirse es una forma de exigir cuidados, es un alarido reclamando atención”.
A lo largo de este libro, en el que no faltan las partidas, los regresos y las historias cruzadas a lo largo de los años, está Oso, está Anita y está Manuela –la joven trapecista un poco perdida, de quien hablamos más arriba, la persona que, con su fantasía de fuga, trae el título–. A veces a tientas, a veces sin poder ver que se trata de sus propios deseos, los tres son tironeados por eso que no desaparece y que a la vez les exige acción. Como un interrogante que insiste y los pone a circular.
Me gustó especialmente el tono ágil de la novela, que combina algo de intriga con pequeñas epifanías que van apareciendo, sobre todo en las descripciones de escenas y acciones de los personajes. Cito lo que escribió Fabián Casas (a quien todos los sábados pueden leer por acá) en la contratapa de Oslo: “Para Caamaño, las pasiones se disecan como si fueran un mapa mental, y mientras la novela avanza a un ritmo cardíaco notable, uno puede disfrutar de pequeñas islas de descripciones geniales: El caballo tiene menos suerte que él. En ese momento está empantanado en la agonía, en un vado de dolor tan intenso que sólo puede cesar con la muerte. No hay otra opción. Si él pudiera verlo con detenimiento, notaría el aire triste en sus ojos enormes y podría maravillarse con la calma estoica del animal, esperando su hora con elegancia y resignación. Todo en el caballo en ese momento adverso es una lección sobre la muerte, un aprendizaje de cómo se debe morir. Crack”.
Martín Caamaño nació en Buenos Aires, en 1980. Es traductor del portugués especializado en literatura brasileña. Además fue guitarrista del grupo Rosal, una banda que me encanta. En la actualidad trabaja como guionista.
Oslo, de Martín Caamaño, acaba de salir por editorial Mansalva.
2. ¿Me escuchas? La canadiense ¿Me escuchas? es una serie llena de gritos, de preguntas, de pedidos de atención. Lejos de la imagen idílica, las escenas transcurren en Quebec, en un barrio con necesidades y urgencias sociales (sí, hay carencias, cruces violentos, adicciones, un tipo de marginalidad por momentos muy subrayada) y tienen como protagonistas a tres amigas jóvenes que intentan subsistir, como pueden. Cantan en el subte, a veces roban, se mueven en el auto de la prima de una de ellas que es dealer. Como dicen a lo largo de varios capítulos: no tienen nada y a la vez se tienen a ellas mismas.
Ellas son Ada (Florence Longpré, que además es la creadora de la serie), una verdadera polvorita, una chica al borde del ataque de nervios; Fabiola (Mélissa Bédard), la creyente, la que tiene buenas intenciones aunque el mundo la maltrate; y Carolanne o Caro (Ève Landry), la más misteriosa y retraída. Las tres enfrentan conflictos familiares durísimos, desamores, relaciones violentas y también las peleas que por momentos las distancian entre ellas. Pero incluso en ese extremo, en situaciones de las que nadie podría salir ileso, se permiten la ironía y la risa.
La serie, con capítulos que duran cerca de 20 minutos, fue estrenada en 2018 en Canadá y se convirtió en un éxito rotundo. Netflix tiene en su plataforma las dos primeras temporadas (este año llegó a las pantallas canadienses la tercera, esperamos que pronto también se pueda ver por acá).
Las dos primeras temporadas de la serie ¿Me escuchas? (M'entends-tu?) están disponibles en Netflix.
3. Un mundo maravilloso. “Cuatro personas que no saben de nada, hablando de todo y con una sola certeza: este es un mundo maravilloso. Debates, ficciones, canciones inéditas, invitadxs y mucho silencio incómodo”, dice la descripción que se puede leer en la portada. Con las voces de Martín Garabal, Adrián Lakerman, Charo López y Alexis Moyano como anfitriones, a veces actores interpretando un papel o conductores poco ortodoxos, Un mundo maravilloso es un podcast diario de humor producido por Spotify que, a poco más de una semana de su estreno, se convirtió en uno de los más escuchados de esa plataforma.
Cada entrega dura como máximo 12 minutos y combina algo del delirio generacional que de alguna manera nuclea a los cuatro protagonistas –cada cual en su estilo y en su propia actividad– con la idea de sketch más clásico. En días en carne viva, como contábamos por acá, Un mundo maravilloso me hizo reír a carcajadas. Una fiesta tan extraordinaria como imposible.
El podcast Un mundo maravilloso está disponible en Spotify.
¡Hasta la próxima!
AL
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