El cielo puede esperar
Era el primer lunes lectivo y todos los niños se habían ido al colegio. Uno de ellos debió convalidarlo por su lección ante los doctores en el templo. En apenas siete horas hice un viaje de la cuna al martirio. 33 años habían transcurrido en ese tránsito entre dos imágenes. La misma persona en el primer caso sujetado por dos pinzas de la ropa, en el segundo por dos clavos que le amarraban a la cruz. El paño con el Niño Jesús que mi vecino Emilio tuvo en el balcón de su piso desde el puente de la Inmaculada Concepción, el nombre de la madre de sus hijos y de la mujer que le falta hace ya unos cuantos años, pasó por la lavadora y aparecía haciendo teología de los entrecielos entre grúas de sueños futuros y torres de proyectos viejos; un Niño inocente, risueño, escoltado por una batería de paños de cocina, camisas, calzoncillos y toallas. Un tendedero de ropa es un pase de modelos de la vida al desnudo.
La Iglesia del Salvador, antigua mezquita, acogía el funeral de un hombre bueno, un egabrense cabal. Ocupamos una de las naves laterales, la que preside el Cristo del Amor, una imagen conmovedora con la firma de Juan de Mesa, que la terminó en 1620, cuatro años después de la muerte de Cervantes, dos antes de que naciera Valdés Leal. El mismo niño que se mecía en la cuerda de la ropa de la azotea de Emilio estaba allí delante, exhausto, moribundo. Tuvo que llegar con su cruz a cuestas, como en el altar central narraba otra obra de arte, el Cristo de Pasión de Martínez Montañés, el cordobés que fue maestro de Juan de Mesa. Como en la dedicatoria que Manuel Machado hizo a la muerte de Alejandro Sawa, ¿cómo es posible que una tierra que hizo de la alegría su carta de presentación se nutra de artistas tan duchos para recrear el dolor, el sufrimiento?
Dios, al que nadie ha visto como nos recuerdan los Evangelios (es bueno repetirlo para muchos que hablan en su nombre) se hizo Hombre en el cuerpo de un recién nacido y ese niño que marca los compases del tiempo se hizo Dios. Julian Barnes es un escritor británico autor de libros tan estimables como El loro de Flaubert o Una historia del mundocontada en diez capítulos y medio. En algún lugar publicó una frase estremecedora: "No creo en Dios, pero lo extraño". El niño y el hombre son la misma persona, del portal al Gólgota, de las pinzas a los clavos. Curioso epílogo siendo hijo de carpintero.
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— Real Mark Latham Wed Nov 22 06:58:13 +0000 2017
Amor y Pasión. Pocas palabras han sido objeto de más manoseo y chabacanería. Dos Juanes imagineros las ponían en su sitio en un funeral en el que la muerte, que siempre se pasea tan ufana y orgullosa, volvía a salir derrotada. En una Colegiata donde se rezó el Corán y después la Biblia, un templo que se salvó del abandono cuando no de la piqueta por el tesón de un canónigo, Juan Garrido Mesa, un arquitecto, Fernando Mendoza, y un abogado, Joaquín Moeckel, el trívium de la modernidad bien entendida.
El sol y el viento ya habrán secado el paño del Niño Jesús, que el primer lunes lectivo no fue al colegio. Tenía prácticas de golondrinas.