El autor argumenta que dividir el mundo entre buenos y malos no ayuda a entender el problema del narcotráfico ni a reducir su violencia. Usando literatura reciente muestra cómo el crimen organizado y la legalidad (policías, jueces, políticos y todo lo que en esta guerra se entiende como el bando “bueno”) se articulan en una “zona gris”. Esa articulación es mucho más extensa y frecuente de lo que creemos. Dicho en breve, más recursos para policías pueden fortalecer a un crimen organizado que se ha especializado en infiltrarlas ¿Entonces qué hacemos? La columna invita a mirar el problema con más argumentos y menos prejuicios.
En estos días la problemática del “narco” emergió nuevamente en la agenda noticiosa y política. La mayor visibilidad social del narco también dio un nuevo impulso a proyectos de ley para el combate al crimen organizado. La experiencia comparada sobre la situación del crimen organizado en América Latina pone en cuestión una serie de supuestos que subyacen a nuestro diagnóstico de la problemática chilena y a las propuestas de política pública en debate. En esta nota identifico tres supuestos problemáticos sobre la naturaleza del fenómeno. En una próxima nota, plantearé objeciones a algunas propuestas de política pública que son planteadas como “balas de plata” para solucionar el problema que hoy tiene Chile. En ambas, discuto los supuestos subyacentes al debate en función de la experiencia comparada.
Supuesto 1: Clara demarcación entre la institucionalidad y el crimen organizado.
Un trabajo clásico sobre el proceso de formación y consolidación del estado “Yanqui” argumenta persuasivamente que EE.UU. nació como “un país de contrabandistas” (Peter Andreas 2013). Según Andreas, el contrabando jugó un rol esencial en el proceso de independencia estadounidense. Por otra parte, luego de su independencia el estado contrabandista, comenzó a perseguir al contrabando. Su férrea política aduanera permitió así financiar al fisco y consolidar la construcción estatal. En términos analíticos, lo que Andreas nos permite entender es que la relación entre los actores estatales (la institucionalidad) y las actividades “ilegales” es fuertemente contingente (cambia a través del tiempo y el espacio). Y dicha relación pivota, además, en decisiones políticas respecto a lo que se considera legal o ilegal. En otras palabras, los estados definen explícitamente qué es legal y qué no lo es; constituyendo así mercados legales y mercados ilegales, así como instituyendo incentivos para actores que buscan emprender en ambos tipos de mercado. El manido caso de la prohibición en EE.UU. y sus consecuencias constituye un caso clásico.
¿Por qué es importante entender el carácter fuertemente político de la constitución de mercados ilegales? Porque cuestiona nuestro tropismo natural a pensar en una clara distinción (y separación) entre buenos y malos; entre quienes están con la legalidad y quienes la vulneran. Y porque además, devuelve la responsabilidad al ámbito de los buenos: la política. Esto no supone desconocer que la solución al problema no es meramente política, ni sostener que no hay otras causas que operen a favor de la expansión de la ilegalidad. No obstante, la política es central.
Si Andreas nos permite problematizar la clara demarcación entre lo legal y lo ilegal en base a los orígenes políticos de ambas arenas, la tenue demarcación entre ambas, también se manifiesta en la calle; a través de la despareja vigencia del estado de derecho en territorios y ámbitos funcionales (actividades) específicos.
Analizando la constitución de “ordenes clandestinos” en torno al funcionamiento de los mercados de autopartes (robadas) y del mercado informal de La Salada en Buenos Aires, Matías Dewey (2015) ilustra claramente la selectividad con que los agentes de orden estatal aplican la ley. Los agentes de policía y de justicia, según el análisis de Dewey, negocian contingentemente con actores políticos y criminales a quién se le aplica la ley, y a quién no. Estas negociaciones generan “zonas liberadas” y “zonas protegidas”, las que pueden reconfigurarse en función de nuevas negociaciones y de una alteración de los fundamentos de un pacto de protección. (Ver a Matías Dewey en CIPER).
Las “cajas” policiales, cuyas arcas crecen con las coimas que lubrican dichos pactos, no solo enriquecen a la policía. También financian campañas políticas o las desbaratan, creando crisis de seguridad en distritos cuyos dirigentes se resistan a pactar. Y a su vez, las “cajas” a veces terminan financiando insumos básicos para el funcionamiento de las comisarías, como la tinta con que se imprimen las denuncias por robo de autos con que las víctimas acuden a las empresas de seguros. La evidencia de Dewey también sugiere que las aseguradoras pactan cuotas para el robo de vehículos, asociadas a la liberación o la protección de zonas, de modo de limitar su liability dentro de márgenes razonables de rentabilidad.
El trabajo de Dewey sugiere que la vigencia del estado de derecho en un territorio o mercado determinado depende fuertemente de la negociación entre actores que presumimos como “legales” (policía, jueces, políticos, aseguradoras, marcas de ropa cuyos derechos de propiedad son vulnerados por falsificadores, etc.) y actores “ilegales” (ladrones de autos, revendedores de repuestos, falsificadores, dueños de fábricas que funcionan en base a la explotación de trabajo infantil o migrante, etc.).
Un trabajo más reciente, publicado por Javier Auyero y Katherine Sobering (2019) propone el concepto de “ambigüedad estatal” para dar cuenta de este mismo tipo de configuración. Analizando transcripciones de actas judiciales los autores ilustran la fuerte penetración de la organización del crimen organizado en las policías y la política. La capacidad de infiltración de las policías, mediante el pago de tentadoras coimas, se asocia, por ejemplo, a ventajas para una u otra banda. En un mecanismo clásico, los infiltrados “entregan operativos”, de modo que cuando se planifican procedimientos policiales o judiciales, los mismos terminan fracasando.
En otro mecanismo usual, las bandas que logran mayor infiltración, utilizan a la policía y a la justicia a su favor, para asestar golpes a las bandas rivales y consolidar territorios o mercados. Según un reciente trabajo de Guillermo Trejo y Sandra Ley (2020), ese mismo mecanismo explicaría la crisis de seguridad en el México contemporáneo.
En el mismo sentido, proponer asignar más recursos a los “buenos” para combatir a los “malos” parece una solución lógica desde una perspectiva analítica que concibe al crimen organizado en blanco y negro. El problema es que el crimen organizado y la legalidad se articulan en una “zona gris” (Auyero 2007). Desde esa perspectiva, inyectar recursos (como armas, presupuesto, o incluso, nueva legislación que aumenta el poder para negociar de actores que participan de la zona gris) puede terminar echándole bencina al fuego. Las características de esa zona gris, y los actores e instituciones que la constituyen varían entre países, territorios, y períodos temporales. Pero la existencia de la zona gris es consustancial a toda realidad en que se consolida el crimen organizado.
Pensar en una clara demarcación entre lo legal y lo ilegal resulta tranquilizador. Sostener que hay “zonas liberadas” en que no entra el estado, supone negar las razones políticas e institucionales que resultan consustanciales a dicha liberación y su persistencia. En las zonas liberadas el estado y sus agentes están presentes, pero aplican la ley de modo selectivo y contingente, de acuerdo a pactos de zona gris.En las zonas liberadas los actores estatales son muchas veces menos legítimos que los actores criminales, pero esa ilegitimidad no deriva de su ausencia; sino de una presencia gris y ambigua. Aún asumiendo que hoy se han consolidado actores no estatales con control territorial, es preciso entender que en términos inter-temporales, las “zonas liberadas” son producto de decisiones políticas previas que ambientaron dicho control territorial.
Supuesto 2: El narco es el principal problema y está en las poblaciones.
Un segundo supuesto relevante es que el problema fundamental lo constituye el narco, y en particular, el microtráfico. Este supuesto es consistente con lo que sabemos respecto a los márgenes de ganancia que genera el negocio de la droga, así como con la expansión del mercado que hoy posee en el mundo y en Chile. Además la expansión del fenómeno en términos territoriales, así como la presencia cada vez más frecuente de irrupciones violentas, le han otorgado mayor visibilidad a nivel social. No obstante, concebir y definir al problema de esta manera limita nuestra capacidad de entenderlo y dimensionarlo.
Por un lado, el narco no es solo ni principalmente micro-tráfico. El narco involucra al menos cuatro actividades diferentes, encadenadas por múltiples eslabones logísticos en los que operan distinto tipo de actores: la producción, el macro-tráfico (los embarques internacionales y el mayoreo), el micro-tráfico, y el lavado de dinero. Si pensamos que el narco es micro-tráfico y que ocurre principalmente en las poblaciones, estamos nuevamente dejando de comprender. Aún si solo nos interesara el micro-tráfico, el foco en las poblaciones dejaría fuera de nuestra comprensión del fenómeno los mecanismos por los que la droga se distribuye en el mercado de consumo donde se genera mayor rentabilidad: el barrio alto. Cómo señala el trabajo de Marcelo Bergman (2019) al constatar que a nivel de América Latina el narco se expande con la economía formal y el crecimiento económico de la última década y media: “más plata, más crimen (organizado)”.
En otros términos, un foco exclusivamente puesto sobre el micro-tráfico en las poblaciones deja fuera de escena a grandes jugadores del mercado narco, quienes se benefician de rentas más altas sea a través del control de rutas y depósitos para el macro-tráfico o de las ganancias que deja el lavado (otra actividad, por definición, de zona gris). La producción, una actividad para la que Chile no tendría condiciones naturales y cuya renta tradicionalmente ha sido baja, también ha cambiado radicalmente en los últimos años con el avance de drogas sintéticas y con la proliferación de “cocinas” de coca y sintéticas en zonas urbanas. En algunos países, como Bolivia y Argentina, ese cambio en la logística del negocio no solo se refleja en la creciente llegada de químicos utilizados en los distintos proceso de manufactura (lo que incorpora como potenciales participantes del negocio a laboratorios, farmacéuticas y empresas legales que operan con dichos químicos), sino también en patrones de consumo de hidrocarburos, electricidad, y bienes de línea blanca como microondas y lavarropas (todos ellos utilizados en las cocinas para estirar cocaína o crear productos sintéticos).
Por otro lado, el problema principal no es el narco, ni la droga, sino la articulación del crimen organizado. Una vez que los actores de crimen organizado se constituyen y ganan poder (y eventualmente, legitimidad social) el negocio puede ser cualquiera. En Colombia, en un contexto pautado por una alta demanda internacional y por la concentración del esfuerzo represivo del gobierno en la erradicación de la coca, los actores del crimen organizado comenzaron a expandir y tecnificar la minería ilegal de oro; logrando por un período, mayores ganancias que con la exportación de cocaína. En Perú, la minería y la tala ilegal también generaron amplio espacio para la consolidación de organizaciones poderosas. También en Perú, en zonas urbanas, el boom económico derivó en la expansión masiva de la construcción. Y allí surgieron organizaciones que comenzaron a derivar ganancias sustantivas mediante la extorsión a las empresas constructoras. Cuando el estado comenzó a fiscalizar dicho mercado, la misma organización derivó hacia otros negocios como la extorsión a colegios, generando un mecanismo para la obtención de cupos escasos en colegios privados. En Paraguay y Uruguay, las mismas bandas que contrabandeaban cigarrillos, whisky y bienes de consumo, y que controlaban “la zona gris”, comenzaron a invertir en embarques de droga. En México, varios de los grandes carteles se han diversificado hoy en el control del mercado de palta, limón, y el robo y venta de gasolina.
La extorsión y el impuesto de seguridad, así como el micro-crédito a pequeños comerciantes constituye, históricamente, uno de los negocios principales del crimen organizado. También lo es el manejo del juego ilegal (¿son legales las tragamonedas que vemos hoy en todo negocio y picada barrial?) y la asignación de puestos informales en ferias y mercados. La toma y ocupación de propiedades (terrenos y casas), así como el sicariato, el tráfico de personas y de especies protegidas (uno de los negocios más lucrativos actualmente) también constituyen actividades asociadas al crimen organizado. Todas estas actividades tienen en común su articulación en espacios de zona gris, aunque se encuentren solo tangencialmente vinculadas al narco y al micro-tráfico.
Las posibilidades de diversificación son múltiples y cambian constantemente. En algunos casos, como en la modalidad de los “autos por droga” en la frontera con Bolivia, dos mercados ilegales se integran (el del robo y contrabando de autos a Bolivia y el del ingreso de cocaína desde Bolivia por la frontera seca). En otros casos, la integración se produce entre una actividad ilegal y otra legal. A modo de ejemplo, piense en el creciente decomiso de embarques de droga proveniente de Perú en caletas y embarcaciones dedicadas formalmente a la pesca.
La integración de negocios legales e ilegales es inherente a la actividad de lavado. Y allí también se produce una diversificación horizontal y vertical de las posibilidades de negocio. La presión sobre el lavado de activos incentivó la sofisticación de las mecánicas de lavado. Quienes hoy lavan activos mediante la compra de inmuebles o vehículos en efectivo son meros aficionados. La inversión en locales comerciales formales (piense en un sushi, una botillería, o un mini market barrial) se encuentra un paso adelante en sofisticación. Lo mismo aplica al lavado asociado a mercados cuyos precios o transacciones son difíciles de establecer y monitorear (¿cuánto vale exactamente el pase de un jugador de fútbol? ¿cuánto recauda una entidad religiosa barrial por “diezmos”?). No obstante, cuanto más asentado y poderoso se vuelve el crimen organizado, más avanza su sofisticación e integración con la economía formal.
En suma, reducir el desafío del crimen organizado al narco, y específicamente al narco-menudeo en las poblaciones equivale a no querer entender el problema en su real dimensión y en sus implicancias. La violencia en las poblaciones es real y afecta la vida de millones de compatriotas que deben sobrevivir en la zona gris. Pero pensar que el crimen organizado es solo eso, también implica criminalizar y responsabilizar al eslabón más débil de la cadena por un problema mucho más complejo. Nuestras cárceles (y crecientemente, nuestros cementerios) están ya repletos de quienes son parte de ese último eslabón. Una proporción muy significativa de quienes están privados de libertad por narcotráfico en Chile son mujeres pobres. No obstante, el negocio sigue próspero.
Supuesto 3: El crimen organizado genera violencia.
Usualmente asociamos al crimen organizado, o al narco, con la violencia. El tema emerge en la agenda pública solo cuando hechos abiertamente violentos llegan a la pauta informativa. No obstante, el crimen organizado vive del orden y la estabilidad. Ambos garantizan el negocio, sin llamar la atención. Colombia ha vuelto a consolidarse, en estos últimos años, como uno de los principales exportadores de droga en el mundo. No obstante, no hemos escuchado hablar de un nuevo Pablo Escobar, o de un nuevo cártel de Cali. Los denominados narcos 3.0, pasan piola. Y han logrado un nivel de sofisticación en su logística e inteligencia financiera que los ha vuelto eventualmente indetectables.
Los ordenes clandestinos son en este sentido mecanismos que reducen la violencia (mediante la corrupción y la negociación de pactos de protección). Funcionan y se consolidan porque una vez establecida una organización criminal con cierto control territorial, permiten balancear sus intereses con los de los agentes del estado y las autoridades políticas. Por supuesto, en términos normativos, los ordenes clandestinos son execrables. También generan violencia estructural y derivan en el funcionamiento ineficiente de la economía y la institucionalidad. Pero reducen la violencia y la visibilidad social de la actividad. Y además, son bien rentables.
En un texto que mapea el origen y evolución del narco en México, Ioan Grillo (2012) también presenta evidencia sobre este punto. El narco en Sinaloa comenzó a operar hacia fines del siglo 19, cuando inmigrantes chinos, trabajando en la construcción del ferrocarril en la zona, importaron la amapola. Desde Sinaloa, a principios del siglo 20, ya se abastecían los mercados de opio (legales) de Nueva York y San Francisco. La historia continua con la ilegalización del opio en EE.UU. primero, y con la expansión en México de las plantaciones de marihuana, durante la segunda mitad del siglo 20. Opio y marihuana mexicanas continuaron surtiendo al ahora ilegal mercado americano sin grandes problemas. Durante el gobierno de Nixon, por ejemplo, EE.UU. implementó por primera vez la política de fumigación de cultivos en México (la misma política que se aplicaría, mucho más tarde, en Colombia). Los gringos no calcularon que el mismo gobierno que había accedido a implementar la fumigación, también había implementado mecanismos por los que era factible conseguir transformar el herbicida en fertilizante.
¿Por qué solo escuchamos hablar del narco mexicano en los últimos quince años? Durante el siglo 20, la estructura de poder del PRI regulaba eficientemente, en términos del control de la violencia, la actividad del crimen organizado. Lo hacía, claro está, con altos niveles de corrupción. La salida del PRI del poder rompió los pactos de protección preexistentes que regulaban el mercado. Junto a la ampliación del negocio y sus márgenes (lo que deriva, a su vez, del cierre de la ruta del Caribe por donde llegaba la droga colombiana a EEUU en los 80s, y de la consiguiente creciente centralidad de México y las organizaciones mexicanas en las nuevas rutas), la caída del orden clandestino mexicano derivó en un espiral de violencia entre bandas que comenzaron a fragmentarse y competir por el mercado. En breve, la violencia abierta no es consustancial al narco o al crimen organizado. Los espirales de violencia indican, en realidad, la presencia de disrupciones relevantes de los ordenes clandestinos que sostenían la actividad criminal.
En un texto también reciente, en base a evidencia empírica sobre los casos de Colombia y México, Angélica Durán-Martínez (2018) argumenta que la visibilidad de la violencia no depende en primera instancia del accionar de las bandas, sino de la cohesión del aparato de seguridad del estado. Según Durán-Martínez, un aparato de seguridad cohesionado vuelve más confiables y estables dos equilibrios poco violentos. Por un lado, un aparato de seguridad cohesionado puede garantizar el estado de derecho y la coerción estatal, reduciendo los incentivos que tiene el crimen organizado para operar violentamente y constriñendo su expansión. Por otro lado, un aparato de seguridad cohesionado puede también establecer un orden clandestino estable y por tanto, corrupto, pero poco violento.
Así, según este análisis, la violencia se asocia más a la fragmentación del aparato de seguridad del estado, que al aumento cuantitativo del crimen organizado, o a un aumento unilateral de la violencia por parte de las bandas. Los aparatos de seguridad del estado tienen en América Latina (como en Chile) niveles de autonomía problemáticos respecto al poder político. No obstante, tanto Durán-Martínez como Trejo y Ley (para el caso de México), vinculan la pérdida de cohesión en el aparato de seguridad del estado con la creciente fragmentación y alternancia electoral. Un argumento similar sugieren de los Santos y Lascano (2017) al analizar el caso de la ciudad de Rosario (Argentina), en que la violencia escaló geométricamente en la última década.
En suma, imagine un escenario con tres elementos. Primero, un aparato de seguridad del estado crecientemente ilegítimo en términos sociales y fragmentado, tanto internamente como en su relación con el sistema político (ver columna de Mónica González en CIPER). Segundo, un contexto de alta incertidumbre y fragmentación a nivel político, aunado a un proceso sostenido de pérdida de confianza institucional (ver columna Anomia ABC1). Tercero, la presencia de disrupciones de mercado relevantes, como las que han generado la expansión de múltiples actividades asociadas al crimen organizado en los últimos años, o las nuevas dinámicas de competencia que ha introducido el contexto de la pandemia del COVID-19 a nivel territorial. Ese escenario, que está lejos de ser imaginario, se parece bastante a una tormenta perfecta.
¿QUÉ HACER?
Podemos como sociedad mirar para un costado y seguir pensando que aquí, “las instituciones funcionan” y que Chile, es también un “oasis” de legalidad. Podemos buscar chivos expiatorios y echarles la culpa a los inmigrantes, asumiendo que hace cinco o diez años, en Chile no existía crimen organizado. Podemos también caer en la tentación de pensar en soluciones fáciles, en “balas de plata”. El problema es tan complejo y su dinámica tan vertiginosa, que no hay soluciones probadas ni a la mano. Lo que sí sabemos, como argumentaré en la próxima columna, es el daño que pueden causar, en este contexto, las “balas de plata” en las que algunos están pensando.
NOTAS Y REFERENCIAS
Andreas, Peter. Smuggler nation: how illicit trade made America. Oxford University Press, 2013.
Auyero, Javier. La zona gris: violencia colectiva y política partidaria en la Argentina contemporánea. Siglo XXI editores, 2007.
Auyero, Javier, and Katherine Sobering. The Ambivalent State: Police-Criminal Collusion at the Urban Margins. Oxford University Press, 2019.
Bergman, Marcelo. More money, more crime: Prosperity and rising crime in Latin America. Oxford University Press, 2018.
Dewey, Matías. El orden clandestino: Política, fuerzas de seguridad y mercados ilegales en la Argentina. Vol. 2045. Katz Editores, 2015.
Durán-Martínez, Angélica. The politics of drug violence: Criminals, cops and politicians in Colombia and Mexico. Oxford University Press, 2017.
Grillo, Ioan. «El narco. En el corazón de la insurgencia mexicana.» Ed. Urano, Barcelona (2013).
Trejo, Guillermo, and Sandra Ley. Votes, Drugs, and Violence: The Political Logic of Criminal Wars in Mexico. Cambridge University Press, 2020.
Este artículo es parte del proyecto CIPER/Académico, una iniciativa de CIPER que busca ser un puente entre la academia y el debate público, cumpliendo con uno de los objetivos fundacionales que inspiran a nuestro medio.
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