Adelanto de «Grabado en Estudios Panda», de Nicolás Igarzábal
Losestudios Pandafueron el fetiche de todo músico del rock argentino durante los años ochenta. Equipados con tecnología de última generación, entre esas paredes del barrio de Floresta,Charly Garcíareinventó su sonido conYendo de la cama al livingy produjo el debut deLos Abuelos de la Nadaen plena Guerra de Malvinas;Los TwistterminaronLa dicha en movimientoen apenas veintinueve horas y media; losRedonditos de RicotaregistraronOktubrecon un técnico que nunca antes los había escuchado nombrar;Sumoentró a grabarAfter Chabónsin ningún tema preparado;Los Fabulosos CadillacscantaronVasos vacíosconCelia Cruz;Andrés Calamaroplasmó sus primeras andanzas como solista;Fito Páezconcibió su disco más doloroso; yV8hizo un álbum de heavy metal cristiano.
Durante los noventa y dos mil, este emprendimiento montado por el músico Miguel Krochik en la calle Segurola continuó recibiendo a bandas de primera línea (La Renga, Divididos, Attaque 77, Las Pelotas, Auténticos Decadentes, Los Piojos, Babasónicos, Catupecu Machu) y se abrió a la música tropical, dándole espacio aGilda, Antonio Ríos, Sombras, Ráfaga, Greeny muchos más. Clásicos de la cumbia como La ventanita, Nunca me faltes y Fuiste se inmortalizaron en la misma sala que Jijiji, El ojo blindado y Ella vendrá. A cuarenta años de su inauguración, este libro recupera la mística del lugar con un anecdotario jugoso que reconstruye la grabación de discos claves.
A continuación un fragmento, a modo de adelanto:
1986-1987: La Expansión
Promediando la década, se afianzaron nuevos técnicos de grabación a la par de Mario Breuer, como Osvel Costa (grabó Oktubre, de los Redonditos de Ricota), Mario Lastiri (After chabón, Sumo), Peter Baleani (El fin de los inicuos, V8) y Roberto Fernández (El ritual de la banana, Los Pericos). Breuer seguía firme y lo esperaban discos de Don Cornelio, Fricción y Enanitos Verdes. Esta vez contaba con un nuevo asistente, Walter Chacón, que venía de trabajar en Brasil. En plena búsqueda laboral, un amigo suyo le anotó en un papel el nombre de Mario Breuer en letras mayúsculas y, debajo, el teléfono de Panda. Llamó, coordinó una cita con el dueño y le tomó una prueba: le puso las cintas de Hotel Calamaro para que mezclara una canción. El resultado fue bien recibido, pero vino acompañado de una mala noticia: no había presupuesto para asistentes. Entonces Breuer le pronunció las palabras mágicas:
—No te puedo pagar, pero te puedo enseñar.
Y Chacón aceptó. “Fue una de las mejores decisiones de mi vida”, piensa hoy a la distancia. Breuer estaba trabajando con David Lebón en el disco 7 x 7 y le anunció que a la semana siguiente iba a empezar con uno de Los Abuelos de la Nada. Era Cosas mías.
Completa Chacón: “Trabajar con Mario era el sueño de todo aspirante porque era el técnico del momento. Panda era un gran estudio, con un ambiente muy copado, pero uno de los mayores atractivos era que estaba Breuer y muchos grupos iban ahí por él. Trabajar a la par suya fue de las cosas más importantes de mi carrera. Aprendí un montón –más allá de las cosas técnicas–, de cómo llevar una sesión adelante, cómo generar un clima de trabajo propicio para la música y cómo comunicarme con los artistas”.
Mientras el país se sumergía en el Plan Austral, la nueva moneda argentina que exigía el Fondo Monetario Internacional, Panda domaba la crisis económica que acarreaba el gobierno alfonsinista y se expandía. El dólar estaba alto y grabar afuera era caro. Solo artistas consagrados como Charly García, Miguel Mateos o Soda Stereo accedían a producir sus materiales en países como los Estados Unidos (Nueva York), Brasil (San Pablo) o España (Ibiza). Las bandas locales se repartían entre Panda, ION, Moebio y Del Cielito. No había más opciones. Las compañías les daban doscientas horas para grabar, que solían esparcirse en diez días de grabación, no siempre de forma consecutiva. Todo el proceso de grabación y mezcla, entonces, podía demandar entre tres y cuatro semanas.
A partir de 1986, Chique Krochik, el papá de Miguel, montó otro estudio más chico en el fondo del lote de la calle Segurola, donde las bandas under que no contaran con gran presupuesto podían acceder a grabar sus demos, algo vital para lograr difusión en las radios. Allí Daniel Melero trabajó en las maquetas de Silencio, el primer disco de Los Encargados, y produjo a grupos para sellos propios (Catálogo Incierto) y ajenos (Radio Trípoli) como Sentimiento Incontrolable, La Algodonera y Quum. El desfile de músicos por el pasillo era constante. “Los Piojos vinieron unos años más tarde a hacer un demo en el fondo, cuando recién empezaban, y no les di bola”, se arrepiente Miguel. “Diez años después, ya siendo famosos, me lo crucé a Andrés Ciro y me dijo: ‘¿Te acordás de mí? Nosotros íbamos a hacer un demo en tu estudio y nos ignoraste’. Y, bueno, con tanta gente que venía… ¡Yo no soy vidente!”.
En 1986, año en que salimos campeones del mundo en México, el estudio cerraría la temporada de una manera soñada: grabando a Diego Maradona. Sí, el 10 cantó con los Pimpinela en los últimos días de diciembre y dejó su estela entre los pasillos del estudio en el año de su consagración. Lo grabó Breuer y lo asistió Chacón. No fue fácil. Tuvo que repetir varias tomas de Querida amiga, una canción pensada para el Día de la Madre en Italia.
—Si me decís que está bien, te regalo una camiseta —le propuso, ya rendido, al técnico de grabación para convencerlo.
En el barrio se había corrido la voz. La entrada de Segurola 1289 era un hervidero de gente histérica que gritaba y golpeaba la puerta para entrar a verlo. “El Pollo Ricardo”, encargado del lugar, se asomaba, recibía los papeles de quienes pretendían un autógrafo del astro futbolístico, les preguntaba el nombre y cerraba la puerta. Adentro, los llenaba él mismo, imitando la firma del jugador, abría y los entregaba a cada uno. “Total era lo mismo, el asunto era calmar a la gente”, recuerda. “Y lo hicimos. Pero no se iban. La salida fue un caos, con los de seguridad abriendo camino, sacando personas y los fans agarrando del pelo a Lucía Galán. Yo creo que algunos se quedaron con un mechón de ella”.
Sumo: un salto de calidad
Inaugurando el 86, el primer disco vital que se grabó en Panda fue Llegando los monos, de Sumo, con sesiones que arrancaron en marzo. La banda no había quedado conforme con el sonido de su disco anterior, Divididos por la felicidad, y buscaba renovar su audio. Tenían contrato con CBS y la experiencia por su estudio no había sido del todo buena: no tenían técnicos ligados al rock con quienes pudieran entenderse para trabajar. Walter Fresco, su productor artístico, quien lidiaba entre el sello y la banda, propuso Panda como opción. “Los llevé ahí porque queríamos dar un salto de calidad”, alega. “Si bien lo que habíamos hecho antes estaba bien, era algo básico, sin muchas ambiciones técnicas. Elegimos Panda porque era de los estudios mejor enfierrados”, agrega.
Luca Prodan, lejos del rol de líder que asumía en los shows, no interfería tanto en estas decisiones logísticas de las grabaciones. “Para mí la única diferencia entre los estudios Panda y CBS era que el bar estaba a seis cuadras de Panda y el de CBS, a media”, ironizaba en la revista Rock & Pop.[1] “No, en realidad mata más Panda. CBS es un estudio impresionantemente grande, te imaginás a ochenta violinistas acompañando a Gardel. El problema es que también te encontrás con el técnico de Gardel”. A Roberto Pettinato, en una nota para la revista El Musiquero, se lo veía más interesado por las cuestiones técnicas y destacaba sus “doblajes de saxo”.[2] Además, se mostraba compinche con Breuer: “Mario nos decía: ‘Loco, ¡ustedes están en uno de los estudios que más procesadores tiene!, ¿y le ponen nada más que un poco de delay a la voz?’. Nosotros pensamos en él porque es ‘más Sumo’, es más para el sonido nuestro […]. Este es un disco SECO, más pegado en el parlante que todo ese Musak moderno que tienen los grupos de acá”.
El material fue preproducido en la base de operaciones que tenía el grupo en las sierras de Córdoba y demeado en una portaestudio de 8 canales marca Fostex. En la grabación se optó por una batería electrónica Yamaha RX-11 y la gran estrella fue la guitarra Roland G-707 de Ricardo Mollo, al punto de inspirar el título del track Rollando. Como una bola de espejos, Llegando los monos refractaba luces para todos lados: desde un mazazo punk como El ojo blindado y la explosión de Nextweek (conocida primero como Maybe Next Week) hasta un hit bailable de cadencia funky (Los viejos vinagres), pasando por tres reggaes contagiosos (Que me pisen, No good y Rollando). Sobresalía una versión de Cinco magníficos grabada en su estudio casero cordobés y un rescate del primer casete independiente de la banda (Corpiños en la madrugada) llamado Heroin, con claro guiño a The Velvet Underground. Registrada originalmente en los estudios Del Jardín, en el año 83, con todas las novias de los músicos haciendo los coros, se intentó replicar el arreglo vocal en Panda con las mismas mujeres… pero la nueva versión no los dejó satisfechos. Así que se quedaron con la primera y se le mejoró el audio en la mezcla.
Los viejos vinagres fue elegido como corte de difusión con la idea de repetir la trascendencia de La rubia tarada en el álbum anterior. El tema trajo conflictos internos dentro del grupo desde su génesis misma.
Walter Fresco lo grafica así: “Pettinato había arruinado el tema. Un día que llegué tarde al estudio, se había sentado al lado de Breuer, que era el lugar del productor, y había tomado el comando de la grabación. Yo me quedé tranquilo, hasta que en un momento dijo: ‘Bueno, Marito, ¿tiramos una mezcla?’ y ahí me paré y le dije: ‘Mirá, acá no vinimos a hacer esta mierda. A mí me costó sangre y sudor traerlos acá para hacer semejante porquería. Así que va de vuelta’. Ahí se grabó y mezcló todo de nuevo y salió la versión definitiva que conocemos todos. La primera era horrible, no tenía concepto, ni nada. Era un tema sin alma y supuestamente iba a ser el single del disco”.
Y, sobre los roles de cada músico en las sesiones, detalla: “Luca era el menos conflictivo, contra todo lo que uno pudiera imaginarse. Germán (Daffunchio), en cambio, era un cerebro en todo sentido y era con el que mejor me llevaba yo. De hecho, hicimos un remix de Los viejos vinagres solamente entre él, Mario y yo. Los productores tenemos que ver el globo de la cosa y los artistas no entienden eso y muchas veces se pelean por cómo está puesto el instrumento o cómo suena, perdiendo de vista todo lo que hace al resto de la canción. En las mezclas llegaba y me decían ‘ahora subime un poco el bajo’, y ‘ahora subime un poco la guitarra’, y así. ¡Con ese concepto, irían todas las perillas arriba y listo!”.
Breuer confirma la pasividad de Luca (“llegaba y se iba al cuarto del fondo, escuchaba todo desde ahí con auriculares, no venía a la sala de control”) y el problema de trabajar con tantos caciques dando órdenes. “Eran personalidades muy fuertes y todos defendían su lugar. Todos tenían cosas para decir y sus opiniones valían. Pero no siempre estaban de acuerdo con las del resto, así que a mí me tocaba hacer esa sincronía para unir todos sus pedidos”.
Llegando los monos lo marcó a fuego al técnico porque en los segundos finales del último tema capturó el murmullo de los músicos en la sala y un grito de Diego Arnedo pidiendo: “¡Pará, Mario!”. Así termina el disco de Sumo. “En su momento me trajo varios beneficios con las mujeres el hecho de aparecer nombrado”, suelta hoy, con una sonrisa pícara. En lo personal, fue uno de sus discos más tóxicos. “Me volvía todos los días a las ocho de la mañana, manejando duro y en pedo, hecho un trapo, y en este álbum me dije: ‘Tengo que parar’”, confiesa. “Mis noches tóxicas eran solo for the record. No fueron ni la cuarta parte de muchos de los que grabé. Nunca hice giras de seguir dos o tres días seguidos despierto. No me daba el cuerpo. En toda mi carrera hay una sola sesión que abandoné por borrachera, en cuarenta años, y fue una con Charly García en el estudio La Diosa Salvaje”.
Mollo nunca quedó conforme con el audio de Llegando los monos y así lo expuso en el libro Sumo por Pettinato: “Tenía muchos problemas con los graves, esa fue una de las discusiones que tuve con Breuer […]. Lo ponías en la radio y era como que el parlante se había desconectado, y ese era el sonido que a Mario le parecía más limpio, pero que en realidad era falto de sonido, había una frecuencia que no estaba… Una tarde llegué al estudio antes de empezar la grabación y me llamó y me llevó al estudio chiquito de atrás, y como algo muy personal me preguntó qué problema tenía yo con los graves (risas)… Y entonces le dije que yo no tenía problemas con los graves, porque los graves no estaban, qué problema iba a tener si no estaban, y que si alguna vez había escuchado reggae… y bueno…”.[3]
Al mismo tiempo que Sumo, Fricción estaba grabando su debut Consumación o consumo para Interdisc. “Yo me acuerdo de un día con Luca escuchando, que dijimos: ‘Dale, poné el tema’ y empezó a sonar algo. Y Luca dice: ‘Pero no somos nosotros’, y era Fricción. ¡Estábamos grabando arriba del disco de Fricción!”, recuerda Pettinato en su biografía oficial. “Y nos quedamos como… ¿viste? Tan fumados que decíamos… Era una cosa rara. Nadie decía nada, hasta que yo dije: ‘Creo que estamos grabando arriba de otro grupo’, y resultó que era el máster de Fricción”.
Fricción: la era de la modernidad
La historia de Fricción tuvo zigzags. Empezó como un proyecto informal entre Richard Coleman (que venía de tocar en Metrópoli), Fernando Samalea y Christian Basso (baterista y bajista de Clap, respectivamente) y Gustavo Cerati, cuando Soda Stereo recién daba sus primeros pasos. La banda tuvo muy buena aceptación en vivo, con shows promocionados como “La fuerte vanguardia del rock nacional”, pero entró en stand by cuando Soda empezó a escalar en popularidad y sus tres integrantes restantes, a grabar con Andrés Calamaro y tocar con Charly García. El grupo estaba virtualmente disuelto cuando apareció una propuesta de Interdisc para grabar en Panda en marzo/abril de 1986. Hubo que reacomodar las tropas: Cerati apareció más como músico invitado que como miembro estable, y Coleman decidió pasar de cuarteto a quinteto, con la inclusión de Celsa Mel Gowland (ex compañera de Metrópoli) en segunda voz, y Gonzo Palacios (conocido por sus aportes en Los Twist, Soda y los Redondos) en saxo.
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En sintonía con grupos como Don Cornelio, Los Pillos y La Sobrecarga, Fricción comulgaba con la estética dark de la época: ropa oscura, maquillaje, pelos con gel y discos de The Cure estudiados de memoria. “Era una nueva bohemia”, define Samalea. “Puedo emparentarla con el surrealismo, el dadaísmo, el movimiento beatnik y la movida del Di Tella. Había algo de eso, de sentir que estaba ocurriendo algo distinto. Esa libertad, esas ropas, esas chicas, esos personajes de los boliches. Había una idea de estar viendo eso por primera vez, que no estábamos emulando a los jóvenes de hace veinte años, sino que era algo novedoso. Vivíamos la era de la modernidad”. Obviamente, estos códigos se traslucían también en la música de Fricción, con climas asfixiantes, letras enigmáticas y voces tortuosas.
Coleman y Samalea venían de grabar juntos en Vida cruel, de Calamaro, y optaron por un concepto similar para Consumación o consumo. “Al cambiar de formación, quisimos darle al disco una connotación más contemporánea con las sonoridades de aquel entonces: usamos un sistema parecido al del disco con Andrés, es decir bombos acústicos con bombos electrónicos, algunos sequencers, pads y sobregrabaciones de tambores y roto-toms por separado”, explica Samalea, quien vivió todo el proceso con un sabor agridulce: sabía que no iba a poder seguir en Fricción porque Charly García le requería tiempo completo. Su sueño siempre había sido tocar con él y estaba en una nube de la que no podía bajarse.
Basso, a diferencia de Samalea y Coleman, pisaba Panda por primera vez. “Recuerdo el lugar como una especie de cueva, sin ninguna ventana y con el aire bastante viciado de cigarrillo. Y me acuerdo de El Pollo (Ricardo), que era un chico que estaba en todas las sesiones de la noche. Tenía unas ojeras terribles, muy desmejorado. Parecía un pollo de verdad. Temíamos por su salud, le decíamos siempre: ‘¡Salí un poco al exterior!’”, señala. Y, sobre Krochik, agrega: “Aparecía siempre con buena onda y se quedaba apoyado en el monitor mirándonos mientras grabábamos. No lo vivíamos como algo invasivo: era parte del folklore del estudio”. Según sus impresiones, la grabación no tuvo mayores inconvenientes. “Fue un proceso rápido. Las bases se grabaron en una sesión de diez horas”, asegura. “No hubo que hacer segundas tomas, éramos muy profesionales, al punto de llevar partituras al estudio. Yo era de escribir música para películas ya en esa época, estaba acostumbrado a trabajar así”.
Cerati participó en cuatro de los ocho temas del álbum. Algunas guitarras las grabó directamente en la sala de control, enchufadas por línea. “En lo que podía, venía. Estuvo muy metido y se puede decir que coprodujo el disco. Fricción siempre fue una banda a la que le tuvo mucho cariño. Y, además, le daba un poco de aire a su relación con los Soda”, apunta Samalea.
Y se explaya: “Tengo la imagen suya con sus cámaras de eco, muy concentrado. Había un clima de amistad y mucha dedicación a la música en esas sesiones. Había algo muy onírico desde mi percepción, algo del mundo de la fantasía. Era una mezcla entre lo terrenal y lo mitológico. Gente como Gustavo, Charly, Spinetta o Andrés eran personas que cuando estaban en un lugar había un halo particular, una atmósfera linda, mágica y poderosa. No digo chamánica, pero algo de eso había. No era lo mismo que estuvieran o no estuvieran”.
Breuer, ingeniero a cargo de la grabación del disco, concuerda: “Cerati se involucró mucho en el sonido, las guitarras y la mezcla, con tracks grabados por él. Era un productor tan filoso, profesional y creativo como lo era como músico, performer y showman. Hacía las cosas, le llevaba su tiempo, pero sabía muy bien lo que quería. Podía estar treinta minutos para encontrar el sonido de guitarra que quería y, cuando lo tenía, te decía: ‘Grabá’. Y cuando lo grababas, pensabas: ‘¡Ahhhh!’. La ponía siempre en el ángulo».
Los temas (se destacaban Arquitectura moderna, Autos sobre mi cama y Perdiendo el contacto) habían sido compuestos por Coleman, maquetados en una grabadora casera marca Tascam de 4 canales que tenía en su departamento, más la ayuda de una batería electrónica Yamaha RX-21. “Con Fricción senté un precedente para mi visión artística”, manifestó años más tarde. “Era muy joven y me doy cuenta de que algunas ideas funcionaron y otras no, pero en cuanto a la composición, creo que está bien. Son cosas que sentía en aquel momento, que necesitaba expresar. Aunque no comparto la estética de García Márquez, hay una frase de él que dice que el novelista escribe toda la vida la misma novela, una y otra vez. A mí me pasa eso: mi idea es una y lo que voy modificando son las herramientas, los elementos, las piezas con las que juego”.[4]
Cierra Basso: “No lo digo por vanidad, pero nosotros éramos buenos buenos. Hoy veo videos tocando en vivo y me sorprende. Con Samalea veníamos de grabar el disco de Clap en los estudios RCA Victor, que fue medio una cagada, porque quedó muy programado y no tan tocado, algo típico de esa época. Quedó bastante flojo. Pero el de Fricción es un discazo”.
Casanovas: botellas rotas y guitarras prestadas
Los Casanovas estaban locos por el rockabilly norteamericano y se paseaban por las calles de Buenos Aires con jopo, camisa y corbata. Inspirados por los Stray Cats, se formaron en el 83, se hicieron fuertes en la escena underground entre los años 84/85, y en el 86 se metieron en Panda a grabar su debut con Breuer de técnico y Melero de productor. Una dupla de lujo. Pablo Casanova, bajista y autor de todos los temas, recuerda el itinerario de todos los días: pasar a buscar al líder de Los Encargados por su departamento de Recoleta, comer en la cantina Broccolino y tomarse el 99 sobre avenida Córdoba hasta Floresta. Durante el viaje ya iban craneando sonidos, arreglos y efectos para los temas del álbum. Así de encendidos estaban.
Venían bien ensayados y la grabación fue ágil. Se hizo en cien horas con la banda tocando en vivo (el baterista Claude Cat Casanova lo hacía parado, fiel al estilo) y después se le agregó la voz definitiva de Flavio Casanova, los solos de guitarra (tarea de Sid Casanova, con apenas dieciséis años) y el aporte de los invitados. La troupe de músicos amigos que eligieron presumía un cambio de época, con tres colegas ligados al rock/pop de primera línea (Andrés Calamaro, Daniel Melingo, Pipo Cipolatti) y dos punks revoltosos como Horacio Gamexane (Todos Tus Muertos) y Marcelo Poca Vida (Los Baraja). Por una cuestión contractual, porque pertenecían a otro sello, Andrés quedó en los créditos como “Calamar”, Daniel como “Melingus” y Pipo como “Látex” (su primer apodo). El menú habitual para miembros y visitas: comida china, comprada en el nuevo local que había abierto frente al estudio, sobre la calle Segurola.
¿Algunas curiosidades? En Vacaciones en la costa se simuló una pelea entre mods y rockers pegándole al plomo de la banda (¡incluso se escucha el ruido de una botella que se rompe!). Para Posible delincuente juvenil se usaron guitarras de Mollo (Sumo grababa en el turno anterior) y del Negro García López (La Torre estaba produciendo Presas de caza en el estudio B). Para Summertime Blues, de Eddie Cochran –el único cover del disco–, se buscó un sonido más cercano a la versión que hacía The Who en vivo. Para Ella es un águila le pidieron a Melingo que emulara con su saxo el chillido del ave (¡y lo logró!). Para Ambiente color sepia, donde hay partes de Flavio habladas, se utilizaron cuatro micrófonos de superficie PZM, pegados a la pared con ventosas, con los que, según Melero, se escuchaba hasta “la fricción de la ropa” del músico al moverse dentro de la sala.
Para la mezcla final, el productor decidió que ningún integrante iba a estar presente para opinar.
—Ustedes me llamaron a mí, así que confíen en mí —les pidió.
De ahí que el sonido que quedó eternizado no haya sido rockabilly de pura cepa, que era lo que tenía en mente la banda, sino algo más heterogéneo, con ciertos toques modernos, que desacartonaron el disco. Todo un acierto. El corte de difusión fue Modelo del 56, con un estribillo calcado de Rock This Town, de los Stray Cats. Con los años, este debut se convertiría en un Santo Grial para coleccionistas de rockabilly.
Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota: una sirena marca ACME
Siendo una banda independiente, a los Redonditos de Ricota les costó el doble que a las contratadas por las grandes compañías acceder a un estudio de primer nivel como Panda. Tuvieron que vender seis mil copias de su primer disco (Gulp!) y tocar todos los fines de semana para financiar las sesiones donde se cocinaría Oktubre. Hubo, de hecho, una doble presentación en Paladium durante mayo de 1986, a sala llena, testeando algunas canciones del futuro material.
Así relataba el Indio Solari las vicisitudes de la autogestión: “Siempre estás trabajando al límite y con poco margen para equivocarte. Si sale mal, tenés que arrancar de vuelta porque se te acabó la plata. Pagar toda la grabación de un LP es muy caro, pero si te va bien, podés recuperar el dinero. […] Esta placa se hará en mejores condiciones: un estudio mejor, más horas y todo como para una buena producción. Y eso se debe a la administración de nuestra economía, que implica haber juntado dinero de las ganancias de nuestra primera placa. Después, si saldrá mejor o peor, lo veremos luego. Al menos creemos que los temas son buenos y están probados ante la gente que nos sigue”.
Y, entusiasmado, anticipaba sus próximos movimientos en el búnker de Floresta: “La idea es grabar más de lo que vamos a editar. Alquilamos ciento veinte horas de grabación y queremos registrar todo lo posible, para luego hacer una selección de unos diez temas. Iría un tema viejo, como Nene nena, y el material nuevo que estrenamos en Paladium, además de un tema nuevo que sería el leitmotiv del LP […]. No olvidemos que nosotros no tenemos un productor musical, y entonces los aciertos o errores son todos nuestros”.[5]
Dice Osvel Costa, el técnico que les asignaron al azar, que cuando le anunciaron que iba a trabajar con un grupo llamado Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota creyó que se trataba de un proyecto para niños. Venía de grabar discos de folklore en Music Hall y no estaba familiarizado con el rock. Además, era nuevo en Panda. De ahí que entre su inexperiencia y la de los músicos, que solo habían hecho Gulp! antes, hubieran ciertos desentendimientos de entrada. “Yo no la pasé muy bien, incluso hubo una sesión de violas que la abandoné y la retomé al otro día porque no lograba sonar como quería. Estaba medio rayado con Osvel, porque no lograba explicarle lo que me pasaba, y él tampoco lograba resolverlo”, confirma Tito “Fargo” D’Aviero. ¿Qué pasaba? “Me ponía al lado de mi equipo, con mi guitarra y mi cable, y sonaba bien; después, poníamos un micrófono, grabábamos, iba a escuchar al control y sonaba totalmente diferente. Hasta que en un momento apagaron un par de aparatos y ecualizadores, y se empezó a acomodar el asunto. Estaba muy inflado el sonido con la configuración estándar que tenía el estudio. No era un audio real, los agudos y los graves me parecían muy artificiales. Y nosotros queríamos plasmar un sonido tal como éramos en vivo”.
Otro disconforme con la tecnología fue Willy Crook, quien tuvo choques con el técnico por el efecto de cámara reverb que le ponía a su saxo, haciendo que vibrara mucho más grandilocuente de lo que era su coloratura natural. “Yo tenía el material bien ensayado. Había aprendido a tocar. Pero el reverb me desafinó los arreglos de saxo”, rezonga en el libro Fuimos reyes.[6] “Osvel me decía a todo que sí, y después hacía lo que él quería. Mis saxos deberían haber quedado más crudos y se escuchan totalmente pasteurizados”.
—Sacá ese efecto de mierda o te rompo el culo a patadas —le ordenaba, sin éxito.
El álbum, grabado entre fines de agosto y principios de septiembre, terminó requiriendo unas doscientas horas, las cuales le abonaron a Krochik de forma anticipada en una bolsa de consorcio negra con todos billetes chicos de 1 y 5 australes. Alquilaron el turno noche (el más barato) y las madrugadas fueron tamizadas con fernet, la bebida predilecta del trinomio Indio-Skay-Poli, el famoso “sulky de tres personas” al que siempre aludía Solari para explicar la dinámica interna del grupo.[7] “Cuando llegó el momento de meter la voz, al Indio se le secaba la garganta”, desliza Osvel Costa.[8] “Puede ser porque no estaba acostumbrado a grabar o porque era una época de frío. Para algunas personas, pararse frente al micrófono implica un problema. Sos solamente vos y el micrófono; eso pesa. A veces no se sentía bien, venía al control, charlábamos un rato, nos distendíamos y volvíamos a grabar”.
Claudio Fernández (baterista de Don Cornelio) y Daniel Melero fueron los únicos músicos externos. El líder de Los Encargados los había visto despegar en el circuito underground porque su pareja de aquel entonces (la actriz Vivi Tellas) era una de sus habituales coristas. “Tenía una relación bastante cercana con Skay y Poli, pero iba a los shows y me dormía. Nunca me atrajo mucho su música”, aclara el tecladista de Flores. “Hubo mucho humor por parte de ellos en haberme llamado. Era como un chiste y yo siempre tuve una sonrisa para cada desprecio. Cuando te llaman en una situación así es cuando más tenés que decir que sí. Fue un contraste divino”.
Y, sobre sus particulares aportes, explica: “Llegué, me pasaron las cintas y yo iba tocando el teclado arriba sin conocer las canciones, porque estaban todavía sin terminar, solo con las voces de referencia. Algunas cosas quedaron y otras no. Yo trabajaba algo invisible, mi concepto era resaltar sin que se notara. No quería que hubiera sonido de teclados, sino que puse notas sobre las frecuencias dominantes de las guitarras. Me acuerdo que eso produjo gracia y el Indio en un momento decía: ‘Yo no escucho nada’. Entonces, cuando estábamos escuchando todos en el control, mutearon los demás instrumentos, y ahí se dio cuenta. Se vivía un clima tenso de grabación; el Indio siempre fue un personaje tenso”.
Por fuera de lo musical, hay que hablar del ruido de misiles que da paso a Fuegos de octubre (tomado de una cinta de efectos), la tormenta en el cierre de Preso en mi ciudad, el reloj y los vidrios golpeándose en medio de Canción para naufragios (“¡Hicimos un quilombo con unas botellas en la cabina de las baterías!”, precisa Fargo) y la sirena náutica en el final flamenco de Jijiji que grabó el Piojo Ábalos. “La compré en un local de instrumentos de percusión y era marca ACME, como la del Coyote y el Correcaminos”, recuerda el baterista. Y, sobre la trascendencia que tendría el tema en el tiempo, al cual define como “una especie de tango” por la acentuación del ritmo, reconoce: “Jijiji se grabó normal, como un tema más. No tuvo ningún tratamiento especial, ni distinto al resto. Cuando grabamos La bestia pop en el disco anterior, sí sentía que era un tema que podía pegarla, por el estribillo de A brillar, mi amor. Pero acá, no. En ningún momento pensamos que iba a ser un hit: se lo ganó solo”.
Osvel Costa nunca volvió a escuchar Oktubre. La última vez fue cuando lo mezcló. Después, les entregó “la torta” (como le decían a la cinta terminada para hacer el acetato matriz que se cortaba para la fabricación) y jamás volvió a cruzarlos. “Los músicos siempre piensan que van a hacer el mejor disco de sus vidas, pero no sé hasta dónde ellos eran conscientes de lo que iba a venir después”, cree.[9] “Fue un disco fresco, en el que buscaban un sonido personal, sin tratar de parecerse a Fulano o Mengano. No hubo ninguna mentira: todo lo que está ahí es lo que tocaron. Nada de ‘subime la afinación’ ni ‘cortame esta parte’. Tiene esa magia de lo que salió en el momento”.