33 escritores argentinos responden a Rolando Revagliatti
Norberto Barleand
Por cierto, he vivido muchas situaciones irrisorias, algunas para comentar, otras, tal vez, no. Hace muchos años asistí a la presentación de un libro; en la mesa, el autor, el invitado a referirse a la obra y el coordinador del ciclo dentro del cual se produciría la presentación del libro.
Para mi sorpresa, la crítica aguda, filosa del presentador, casi como que no era de su agrado el libro (lo que no sería una actitud para censurar en tanto se puede tomar como de honestidad intelectual), generó incomodidad.
Reflexiones: la costumbre de halagos, elogios, cierto facilismo en la interpretación, lleva a caminos que (a veces) no acostumbramos a transitar. Ha sido aquel un acontecimiento diferente. Debo señalar que el presentador hizo una valoración elevada, con sólida argumentación y de modo elocuente del autor, no así del libro que presentaba; más allá de la situación que generó en el momento, hubo una apertura hacia un espacio distinto donde la crítica puede ser un juicio severo, no siempre favorable, para atender y considerar.
Paulina Juszko
La noche que mi perra me echó de casa:
Volvía yo de un ágape pasadas las dos de la mañana. El taxi me dejó, cansada y soñolienta, en mi domicilio suburbano. Abrí el portón sin inconveniente, pero cuando quise hacerlo con la puerta de la casa, por más que manipulé la llave, fue imposible. La llave giraba normalmente ¡pero la puerta no se abría! Resistió a mis empujones y a mis puteadas. ¿Qué hacer…? Mis vecinos transitaban su segundo sueño a juzgar por las luces apagadas. ¿A quién recurrir a semejantes horas…?
Me acordé entonces de Germán, aprendiz de búho, que solía pasar la noche componiendo y haciendo música. Y que vivía a tres cuadras de mi casa. Hacia allí me dirigí; por suerte las calles de Villa Elisa son un desierto pasada la medianoche. Después de mucho tocar la campana-llamador logré que saliera un Germán alarmado de verme e imaginando quién sabe qué desgracias. La idea era que me acompañara y tratara de abrir mi puerta usando la fuerza bruta.
Sin embargo, pese a su buena voluntad, pese a los esfuerzos que hizo con el hombro (empujones) y las piernas (patadas), la puerta seguía cerrada: visage de bois.
—Es evidente que está corrido el pestillo de seguridad del lado de adentro —dijo Germán.
—¿Cómo es posible —dije yo— si no hay nadie en la casa? ¿O habrá entrado alguien que tiene llave?
Por las dudas insistimos con el timbre. Ladró la perra, pero nada más. ¡Eureka! Entonces, por fin, entendí lo que había pasado: tocaron el timbre, la Bubú se desesperó por salir, se paró en dos patas y con las delanteras arañaba la puerta a la altura del pestillo, fue así que sin querer lo corrió.
Germán me disuadió de llamar a un cerrajero, me propuso que durmiera en su casa el resto de la noche y decidiera qué hacer a la mañana siguiente, con la cabeza fresca. Lo conversamos con Cecilia —la mujer de Germán— e hicimos un plan de acción: mis vecinos tenían a un albañil trabajando en una construcción lindera con mi jardín trasero; le pediría a ese hombre que subiera al techo de mi galpón para bajar luego al jardín, entrar arrastrándose por la puerta-ventana del dormitorio (que yo siempre dejaba algo levantada por si la Bubú necesitaba salir) y descorriese el pestillo.
Y así fue como —gracias a la buena onda de ese albañil providencial— pude reintegrarme a mis penates. ¡Qué aventura! ¿Y la perra…? Ni el menor sentimiento de culpa, la mequetrefa. “Moverías de contento tu rabo si lo tuvieras, ¿eh, crapulona?”, la apostrofé retorciéndole suavemente una oreja.
Marcelo Di Marco
Esta anécdota que protagonicé hace unos veinte años sirve para recordar aquello de que el contexto manda. Al poco tiempo de la aparición de las primeras ediciones de Atreverse a escribir y Atreverse a corregir, el Departamento de Literatura para Niños y Jóvenes de Sudamericana nos convocó a Nomi y a mí a dar una charla en el mítico edificio de Humberto Primo —hoy remozado y convertido en el cuartel general de Penguin Random House. La charla que debíamos dar mi esposa y coautora y yo estaba dirigida a docentes, potenciales usuarios, en sus aulas, de esos dos libros nuestros. Gigliola Zecchin, más conocida como Canela, creadora del mencionado departamento, nos iba presentando a los docentes, a medida que llegaban a la sala.
—Ella es jardinera —comentó, refiriéndose a una de las participantes, y mi respuesta imbécil no se hizo esperar:
—¡Qué bien! Hace unos años vi un cartel detrás del mostrador de un vivero que decía: “Si quieres ser feliz una semana, cásate. Si quieres ser feliz toda la vida, hazte jardinero”.
—Ella es maestra jardinera —aclaró Canela, indulgente.
—Ah.
Haidé Daiban
Hace ya unos cuantos años, tres parejas amigas, acordamos viajar juntas desde Buenos Aires hacia Marruecos. La idea siguiente fue no desaprovechar la cercanía de España, cruzar hacia algún lugar pintoresco del sur y así elegimos Torremolinos.
Después del primer recorrido por Marruecos pintoresco y misterioso, pasamos con el transbordador a España y avistamos el Peñón de Gibraltar. Y ya en Torremolinos nos presentamos en el hotel bajo una buena lluvia europea. Como era media noche, no había cocina abierta y nuestro apetito se tornaba feroz, nos recomendaron un bar cercano, frente a una hermosa placita de barrio. El dueño del bar, simpático y hablador, estaba acompañando a dos parroquianos bebedores, y ya achispados, apoyados en la barra.
Unas campanas de vidrio cubrían variados platos que, nos aseguró, eran caseros. “¡Entren, hombre, mi señora cocinó para ustedes!”. Dispuso tres mesas y comenzó por traer aceitunas, creo que de La Rioja, grandes y carnosas.
“Son buenas”, opinó y sin más metió la mano, comió una o dos, como para darnos coraje y nos sonreímos por el atrevimiento. Luego trajo el vino y se sirvió una copa, “es bueno, beban”. Mientras calentaba los pedidos de arroz, garbanzos y carnes, nos relató lo que le sucedió esa semana, la visita a casa de su madre, mujer mayor y valiente, dijo, por haberse subido a una silla que colocó sobre una mesa, desde donde se puso a pintar el techo de su sala. “¡Madre!”, le dijo, “qué haces, te matarás”, y en ese momento salió disparado a traer un plato. Cuando mi marido le reclamó su comida, él le contestó, “ya vendrá, cuando el aparato haga ¡piiiiii! se lo traigo”. El aparato era el microondas. Efectivamente hizo ¡piiiiii! Y comimos casi por turnos.
Fuera la lluvia era torrencial, el dueño dijo que apagaría el televisor para que no molestara en la conversación y tomó su “control remoto”, según él lo denominó, y que era, en realidad, un palo de escoba. Apretó desde abajo y apagó la tele colgante. Ese chiste, lógicamente, causó risa.
Los hombres de la barra discutieron un poco y el mayor hizo ademán de irse, resbaló sobre un cartón empapado de la entrada, cayó dramáticamente de espaldas y uno de nuestros amigos, médico, lo vio pálido y rígido y pensó en una urgencia. “Llame a la ambulancia”, pidió al dueño; éste salió a la puerta y comenzó a gritar “¡Ambulancia, ambulancia!”.
Más de las doce de la noche, sin peatones, lejos del puesto de ambulancias, nos causó pavor y gracia, no iba a llegar la ambulancia. Y en ese momento el accidentado reaccionó y le dijo a su compañero: “Creías tú que me había ido”, y movió el brazo hacia arriba, “no, me aguantarás un poco más todavía”.
Aplaudimos, contentos, y el hombre se acercó a la mesa y en agradecimiento por nuestra intervención, recitó un poema de Antonio Machado (lo anunció como si el título fuese “El abogao”). Debo decir que nos conmovió, el tema y su voz. A continuación, se puso a cantar un tango completo, nos miramos, nadie recordaba toda la letra.
Nuestro amigo médico cobró bríos y recogió pedidos del postre, abrió por su cuenta la heladerita y comenzó a hacer volar los helados sobre cada uno de nosotros, los atajábamos en el aire y entre risas pagamos la cena con show, la que resultó de lo más barata.
Camino al hotel nuestra algarabía despertaba a los dormidos torremolinenses. Pese al paso del tiempo, no olvidamos al recitador y mucho menos al risueño dueño del bar.
Fernando G. Toledo
No por ser pocas, sino por ser muchas es que no recuerdo ninguna en particular. Ahora se me presenta la siguiente: tras alguna indisciplina en la escuela secundaria, la preceptora y su peor cara me dijeron: “Mañana, si no venís con tu mamá, no entrás a la escuela”. Yo le repliqué, para cambiarle la cara: “Es que mi mamá está en el cielo”. Esperé a que su cara cambiara y cuando iba a pronunciar algo me di vuelta y le completé: “Es azafata”. A pesar de todo ha de haberle parecido bueno el chiste, porque no volvió a pedirme la compañía de mis padres para seguir en el colegio.
Irma Verolín
Otoño de 1992. Yo había vuelto de la India donde estuve tres meses y viví experiencias asombrosas, materializaciones, conexiones sincrónicas, sanaciones, testimonios orales de inusitadas experiencias místicas de personas de todo el mundo, digamos que traía una cabeza sintonizada con otra realidad. Apenas arribé a Buenos Aires me encontré con el libro publicado para preadolescentes que escribí en coautoría con Olga Monkman. La editorial me envió de inmediato a efectuar la difusión a Bahía Blanca. En aquel momento se viajaba a la India pasando por Europa, de modo que se tardaban tres días entre los empalmes de vuelos y las esperas en los aeropuertos. Apenas logré dormir de a ratos. Esto sumado a los cambios horarios, a la atención excesiva que hay que tener en aeropuertos hindúes donde a veces ni siquiera se habla en inglés sino en dialectos locales, lo que sumó más cansancio a mi cansancio. Debo reconocer que desde que salí del ashram en el sur de la India vivía en un estado de aturdimiento. En la editorial me dieron dinero y pasajes. Caminé unas cuadras por una avenida y una supuesta familia en un coche me habló desde el otro lado de la ventanilla. Me dijeron que iban a hacerme acrecentar mi dinero. Como yo venía de un espacio mágico, sin tener demasiada conciencia, les seguí el diálogo. De pronto todo se oscurece o se emblanquece, no recuerdo bien, entre el diálogo y lo que ocurrió después no tengo registros. Sólo sé que me quedé en mitad de la calle gritando: “¡Me robaron!”. Por el impacto me quedé sentada en el cordón de la vereda, y me dediqué a llorar a mares. Adolfo, mi amigo, me dijo que yo era la única persona que les ponía su plata en la mano a los ladrones y después hablaba de fenómenos mágicos. Leí algo sobre robos psíquicos, pero la verdad, no sé muy bien qué pasó. Resultado: repuse el dinero y partí hacia Bahía Blanca. Al atardecer tuve que realizar los talleres. Eran en total ciento cincuenta maestras y directoras de escuela. Así es que se dividieron en dos grupos y los talleres a coordinar fueron dos el mismo día, uno después del otro. Me colocaron detrás de un escritorio, con los codos apoyados me puse a hablar. Entonces me encuentro con la cabeza hundida entre mis brazos, alguien me toca el hombro, me dice: “¿Está usted bien?”. Por lo visto en mitad de mi charla me quedé completamente dormida, parece que los docentes permanecieron en suspenso, esperando, luego creyeron que me había desmayado o algo peor aún. La segunda parte la hice de pie para no sucumbir al sueño, producto del jet lag de mi reciente viaje.
El libro se vendió bien, orienté a los docentes a utilizarlo como taller de producción literaria. Unos meses después, en la esquina donde me robaron el dinero, encontré el monto exacto que me habían robado tirado en la vereda. Juro que fue la misma cantidad y en la misma esquina: evidentemente la magia continuó. Y continúa hasta hoy.
Daniel Arias
Corría el año 1978, en pleno Proceso Militar, ya se había disuelto El Círculo de los Poetas como organización cultural poética, y muchos de nosotros nos fuimos alejando como un big bang de cabotaje: dejamos de vernos casi todos los días para encontrarnos de vez en cuando en alguna peña o en los salones de la Galería Meridiana o en la Casona de Iván Grondona, pero con algunos seguimos el viaje juntos persiguiendo ensueños. Tal es el caso de mi amigo poeta Daniel Cejas, hoy desaparecido, con el cual compartí una experiencia insólita.
Daniel se entera de que en laArgentina de Escritores se habían organizado talleres literarios de poesía. En esa época mi esposa, Beatriz Arias, era madre por segunda vez, y con los niños chiquitos mucho no podíamos hacer; por lo tanto, el elegido para averiguar fui yo. Combiné con Daniel Cejas y nos fuimos a la Sade Central, en la calle Uruguay. Nos indican que la clase de ese día ya había comenzado y nos tiramos el lance de ingresar a ella. Golpeamos suavemente la puerta alta y con lentitud la abrimos, pasamos, cerramos y nos quedamos de pie, muy quietos. Enfrentado a la puerta de entrada, sentado, detrás de un escritorio estaba un señor alto y calvo de ojos claros, rodeado de mesas y sillas con veinte o treinta participantes del taller. Interrumpimos sin decir una sola palabra y el silencio fue inmenso. Todos se dieron vuelta para ver quién entró.
El señor se levanta, también él sin decir una sola sílaba, y se acerca resuelto hacia nosotros y nos pregunta: “¿¡Qué quieren acá!?”, y sus ojos nos clavaron contra la pared. De inmediato extrajo del bolsillo de su saco un revólver plateado y nos apuntó al medio del pecho y a menos de cincuenta centímetros. Daniel dijo algo que nadie entendió y yo, mudo, con la mano derecha detrás de mi espalda, logré alcanzar el picaporte, lo giré, abrí la puerta y nos deslizamos afuera, bajamos por las escaleras corriendo y nos fuimos. Todavía estamos corriendo por la avenida Santa Fe y juro que nunca más iré a un curso del poeta Osvaldo Rossler.
Paula Winkler
Soy doña despiste. De joven era más torpe y obstinada aún. Uno de mis primeros casos importantes como abogada versaba sobre patentes y marcas. Como me daba vergüenza preguntarle a algún colega mayor la dirección de la oficina nacional para averiguar un par de cosas —el Google no existía entonces—, me hice la canchera y le dije a una de las empleadas de la recepción de la consultora donde trabajaba que me anotara adónde ir en un papel pues estaba apurada… Fui: se trataba de otra consultora, conocidísima. Cuando me di cuenta del papelón (al bajar del ascensor “me había mandado” sola), hui despavorida inventando no sé qué tontera. No me paralicé (por obstinada), entré en un bar cercano, pedí una guía telefónica y finalmente encontré la Oficina de Patentes y Marcas. Como una de las recepcionistas me había reconocido de la facultad, la anécdota circuló durante largo rato… Menos mal que gané el caso.
Otra: estamos mi familia, una amiga y yo en la parada 16 de Punta del Este. Tomando el sol, no me digan el porqué, me parece reconocer a un conocido actor francés. Le digo a mi esposo “allá voy, le pido un autógrafo” (no había celulares entonces) y entablo, ante el asombro de él y la perplejidad de mi amiga, una improvisada conversación en francés, fascinada por el casual encuentro. Lo felicito por su actuación con Romy Schneider. Pero él me contesta (en francés): “Buenos días, Paula, soy fulano, cursamos juntos Sucesiones y Procesal II, ¿no te acordabas de mí?”. Etcétera y risas.
Y otra: camino con mi yerno (siendo más mayorcita), temerosa de perderme en un copioso bosque sueco a la vera del mar. Hablamos (en inglés), y yo empujo el cochecito de mi nieto concentrándome en la playa cercana a Stora Essingen y en un embarcadero que podría funcionar como punto de referencia… Mi nieto canta feliz, yo hablo y hablo. Y de pronto, mi yerno me sugiere que vuelva al inglés ante mi largo soliloquio en castellano (idioma que él no comprende), incluso reclamándole yo aceleradas respuestas…
Aldo Luis Novelli
Situaciones irrisorias, miles o más, pero a la mayoría no las puedo contar porque la memoria es sabia y se las regaló al olvido. De las que recuerdo, hay una de cuando me dedicaba a la caza mayor, eso fue hace mucho tiempo. Después, perseguido por ecologistas y veganos enfervorizados, decidí dedicarme a la caza fotográfica de pájaros.
Dado que intento poetizar todo en la vida, logrando resultados que bien podrían ser parte de situaciones irrisorias, te dejo el poema que relata dicha situación.
Graciela Perosio
Suena el teléfono y atiendo. Una voz estricta pregunta si soy la coordinadora del taller de escritura. Cuando afirmo, me pregunta cómo hace para enviarme los textos que necesita arreglar.
—No, señor, no trabajo de esa manera. No hago corrección de textos.
Se sorprende, hace una alusión a que si es un taller… Pensó —algo así me dijo— que era parecido a llevar a un auto al chapista.
—Sucede —me dice— que tengo ganados muchos premios. El último, del Rotary Club de Rosario. Pero siempre me dan el segundo o el tercero. Quiero ganar el primero y si usted…
—Si yo le arreglo el escrito el premio me lo gano yo, no usted. Se trata de aprender.
No de muy buena gana terminamos arreglando una entrevista. El hombre, de unos sesenta años, cuenta una situación sentimental desgraciada. Un largo noviazgo interrumpido por la muerte de la mujer. Y este duelo aparece reiteradamente en su escritura. En fin, por demás delicado. Al conversar acerca del trabajo sobre lo escrito encuentro poca lectura de escritores conocidos. Más bien, es una persona que asiste a grupos que se organizan como peñas, con mucho apoyo social y afectivo, pero donde casi no se hace crítica ni frecuentan las literaturas de diferentes orígenes. En cambio, se leen mucho entre los asistentes para acompañarse, objetivo nada desdeñable en esta sociedad tan cruda y violenta.
Pero, para mayor complicación, Anselmo, que así se llama el aspirante a poeta, se obliga a escribir sonetos. “Y no me salen ni contando las sílabas, no son todos de once, ¿ve?”.
—Es que el contar las sílabas es una ayuda posterior, primero hay que tener esa música adentro. Tal vez el soneto no sea lo suyo.
#swimming How to Remove Water from Ears - Part 1 - Using Home Treatments - http://t.co/VGU0MPA5Iw http://t.co/Dn5KwlsUzD
— Swimming HQ Sat Oct 03 05:51:43 +0000 2015
—¡Ah, no!, no me diga eso. No sirvo para renunciar.
—Le propongo, entonces, dos o tres clases, en las que sólo va a venir a escuchar, sin escribir nada ni comentar nada.
Como se están imaginando, hice una selección de sonetos notables desde Garcilaso hasta aquí. Pasaron dos semanas con sus correspondientes clases y llegó la tercera. Llama a la puerta. Abro y lo veo venir con un rostro furioso y una valija enorme, con forma de cofre y bastante pesada.
Pasa y me pide permiso para apoyar el mamotreto sobre la mesa. “Esto es para usted”, dice, enojadísimo. “Aquí le traigo todas estas estafas que me han hecho. ¡Pum!, ¡bom!, ¡plaf!”, suena el metal sobre la mesa y caen, entre cintas y diplomas, las medallas, estatuillas, placas y demás.
—Ya me di cuenta de que mis versos no merecen nada de esto. No hace falta que usted me siga leyendo. Simplemente, me estafaron y fui muy crédulo.
—No, eso usted no lo puede saber. Siéntese, por favor. Mire, en este tipo de concurso se trata de incentivar el entusiasmo de los participantes y generalmente el jurado no tiene permitido declarar el premio desierto. De modo que es posible que lo que usted presentó fuese mejor a lo que presentaron otros. El tema es con qué otras escrituras nos seguimos comparando después. Si nos comparamos con Borges y sí, todos quedamos lejos… Ni uno ni otro extremo, es lo que le recomiendo para empezar a transitar la escritura y ver si realmente lo entusiasma hacer el trabajo necesario para mejorarla.
—Lo voy a pensar. Por ahora, no estoy listo para contestarle. Pero le agradezco que me haya permitido darme cuenta de la verdad.
Nunca volví a saber de él. Pero quedé tranquila de que, finalmente, se fue en paz y sin que le haya faltado el respeto a la historia de su pérdida que aún lloraba, que fue, creo, lo que más me preocupó desde el principio. ¡Quería honrarla con el primer premio!, era evidente.
Carlos María Romero Sosa
No sé, a veces pienso, benevolente conmigo, que mi timidez ha sido algo así como un antídoto contra el ridículo. Pero quizá para muchos no debe haber algo más ridículo que una persona tímida que, por serlo, suele tener gestos torpes.
Inés Legarreta
Creo que esta anécdota califica. En 1997 había salido publicado mi libro de cuentos Su segundo deseo y, entre otras, había tenido una reseña muy elogiosa en la revista El Planeta Urbano. No hacía mucho que El Planeta Urbano se había incorporado al mundo editorial, pero desde el primer número estuvo claro hacia dónde apuntaba la revista: riesgo, enfoques poco convencionales en los artículos y entrevistas, notas firmadas por escritores o artistas reconocidos; modernidad en el diseño y un gran despliegue fotográfico y publicitario que se manifestaba claramente desde las tapas, todas con celebrities en composiciones irreverentes. De manera que cuando me llamaron de la redacción para una entrevista de trabajo me sentí halagada y, a la vez, un poco inquieta. ¿Qué me propondrían? Viajé desde Chivilcoy hasta Buenos Aires y fui a la casa editorial que estaba en el barrio de Belgrano; allí me recibieron Elsa Drucaroff (hacía las notas sobre libros), Sergio Varela (era editor de secciones) y alguien más, pero no recuerdo quién; saludos, presentaciones (no nos conocíamos personalmente hasta ese momento) y después de una charla informal de situación, Sergio Varela me dice más o menos esto: “Bueno, Inés, como nos interesa tu escritura te queríamos invitar a que colaborases con algunas notas y artículos según se vaya dando; nos gusta proponer cosas diferentes y por eso pensamos en vos para una nota sobre el Golem”. Dijo “Golem” y me miró con cara divertida y expectante. “Ah, el Golem”, y de inmediato empecé a buscar desde dónde abordar el tema: Borges, sin duda, el poema de Borges y el acervo de la cultura judía, el significado de esa creación. Supongo que lo fui diciendo en voz alta porque me interrumpieron, “Esteeee… no, escuchaste mal, no Golem sino Golden, el Golden de la calle Esmeralda”. Silencio. Yo: “¿Y qué es el Golden de la calle Esmeralda?”. “Un boliche con strippers masculinos, único y exclusivo para mujeres”. Ahhhhhh. Carcajadas. Yo no tenía ni idea de su existencia. “¿Te animás?”. “Obvio”, respondí. Pactamos condiciones y fui con dos amigas; nos divertimos mucho y la nota salió redonda (“Golden boys”, en el número de abril de 1998 de El Planeta Urbano).
Daniel Barroso
Era abril de 1983 y habían matado a Raúl Clemente “El comandante Roque” Yager. Nos organizamos, pocos días después, para efectuar una interferencia de Canal 11 a una hora de buena audiencia.
Cada uno se haría cargo de una parte del equipo (básicamente por si caía alguno, que no cayera todo el equipo). El primero en llegar fui yo que empezaría a armar la antena y probar la batería, luego los dos restantes con el transmisor, el casete, cables y etcéteras de conectividad.
Cuando ya estábamos dentro de la casa, en el barrio de Villa Pueyrredón, con todo en trámite de preparación, suena el timbre y Marisa (la compañera dueña de casa) con cara de pánico nos mira paralizada.
—Atendé —le dije secamente.
—¡Mis suegros! —logró decir entre ahogos.
Todos se miraron al unísono y empezaron a guardar donde podían todo lo que habían llevado. “De aquí en más hay que improvisar”, dijo uno de nosotros y todos asentimos. “Pero ¿qué podemos improvisar tres tipos desconocidos en la casa de la nuera cuando el marido no está?”, dije, mientras rebotaba con la batería desde el bajo mesada al baño y viceversa.
—Ya bajo —entonó, casi en un lamento, a quien llamaremos Marisa.
La llegada de los suegros de Marisa nos encontró sentados alrededor de la mesa del comedor, hablando de lo difícil que resultaba cazar avestruces en esa época del año. Casi tropezándose nos levantamos para saludar a la pareja de aspecto “bodas de plata”, a quienes saludábamos estrechándoles la mano, pero con el cuerpo (de la cintura para arriba) torcido hacia Marisa, haciendo imposible el recorrido sin atropellar sillas o quedar con distensión del nervio ciático. La sonrisa de nosotros tres era una mueca entre chaplinesca y de minusvalía mental, mientras nos amontonábamos como haciendo una barrera para aguantar un chutazo de tiro libre del panadero Díaz.
—Bueno, decile a (supongamos) Orlando que nos vemos cuando regrese, así arreglamos la salida a San Pedro —dijo con desgano uno de nosotros.
—Eso, las carpas ya están aseguradas —remarcó, casi inaudible, (digamos) Benjamín.
—Ha sido un gusto —dije yo, mientras nos volvíamos a estrechar las manos en un cruce a lo Laurel y Hardy.
Marisa nos acompañó hasta la puerta, nos despidió casi a los gritos, no dejaba de suspirar, en realidad estaba al borde del colapso por angustia.
Por suerte, los suegros se fueron enseguida. Habían llevado “el postre que le gusta a Orlando” para cuando regresara de su comisión de trabajo en el sur. Imprudentemente, el operativo de interferencia se hizo igual, un rato después y un par de llamadas telefónicas de por medio, atendidas como equivocadas por parte de la compañera. El poco tiempo de espera fue en un bar con teléfono de las inmediaciones. Algunos de los parroquianos miraban con asombro a tres dementes que entraron por separado, que ocupaban mesas distintas y que no paraban de reírse.
Susana Cella
Es una anécdota triste, y digo triste por la miseria académica que hemos tenido que padecer. A raíz de un concurso para cubrir un cargo de profesor titular, una de las jurados fue atacada en las redes. Me dijo esta colega: “Me han puesto el mote de Jelinek”. Yo, en mi supina ignorancia de lo que circula, le dije a esta querida amiga: “Bueno, al menos te han comparado con un Premio Nobel”. En mi mente estaba el nombre de Elfriede Jelinek, la escritora y militante austríaca que ganó esa distinción en 2004. Mi amiga me contrastó con la realidad de los eunucos que la insultaban. “No”, me dijo auscultando mi ignorancia. “Me comparan con Olga Karina Jelinek”, y ahí supe de la miseria del ataque. La emparejaban a una vedette que se exponía en Bailando por un sueño y cosas así. Me quedó el amargo recuerdo de haber leído una novela de Elfriede y de saber que portaba el mismo apellido la tal modelo.
Rogelio Ramos Signes
Siempre tuve la costumbre de hacer brevísimas introducciones antes de leer un poema en algún recital; no para explicar algo (nada hay que explicar) sino para cortar el clima del poema anterior y empezar de nuevo. Eso mismo hacían mis compañeros de lectura durante muchos años: Maísi Colombo, Ricardo Gandolfo y Manuel Martínez Novillo.
Una vez, durante una lectura frente a un público increíblemente multitudinario, una señora que estaba sentada junto a la poeta Fátima Gatti le dijo en tono confesional: “Me gusta mucho más lo que cuentan antes de cada poema, que los poemas en sí”.
Jajajá. ¡Fracaso total!
Adriana Maggio
Estaba cursando el Profesorado de Castellano y Literatura en el Joaquín V. González. Tendría alrededor de diecinueve tímidos e hipersensibles años. El Profesorado estaba en avenida de Mayo y San José, en un edificio viejo, que ahora es hotel. Las escaleras eran de mármol y estaban gastaditas por los muchos años. Yo iba bajando la escalera, con mi pollera ajustada, a la rodilla, y mis tacos altos finiiiitos. En sentido contrario, vi que venían subiendo dos jóvenes muchachos cuya aparición me puso seriamente nerviosa. Mis delgados tacos resbalaron en el escalón, y caí de cola con las piernas abiertas y uno de los jóvenes entre ellas: la falda se subió hasta la entrepierna, y quedaron al aire mis muslos decorados con el inefable portaligas que se usaba en ese tiempo, para sujetar las medias de nylon. Sé que el joven me ayudó a levantarme, pero cómo salí de allí y cuándo volví a poner los pies sobre la tierra, sigue siendo un misterio. El enorme moretón que se alojó en mis nalgas tardó en desaparecer mucho más tiempo que mi vergüenza.
Alejandro Margulis
Había un muchacho que iba a poner un restó en la esquina de casa, que da a una avenida de tránsito pesado y rápido donde ningún negocio funciona. A mí me gusta pintar y quería vender un cuadro. Mi argumento para que me comprara una obra hecha especialmente para él fue que, de ese modo, con pinturas como esa, iba a conseguir que su boliche fuese un sitio de referencia, y que así los clientes iban a acercarse a conocerlo por su decoración, ya que estaba demasiado a trasmano. El muchacho me miró torcido cuando dije eso. Para convencerlo de mi propuesta le ofrecí hacerle una prueba, aprovechando que todavía estaban refaccionando el lugar y que los acrílicos donde el dueño anterior había colocado gigantografías de hamburguesas ahora estaban vacíos. Yo pintaría uno de los acrílicos y él vería después cómo quedaba. Aceptó a regañadientes. Así que ese Yom Kipur, en vez de ir a compartir la celebración con mi familia, me quedé en casa y durante la noche copié, de una imagen que encontré navegando en la computadora, unas playas inmensas. Pinté el cuadro con un acrílico especial. Y lo titulé Nice. Cuando lo terminé fui a llamar al muchacho del restorán, le insistí para que viniese a casa a verlo y hasta accedí a corregir algunos detalles cuando descubrí el desinterés en su cara. Al día siguiente se lo llevé terminado al restorán; como el desinterés seguía, le propuse que lo dejase durante todo el fin de semana expuesto para que el cuadro pudiese defenderse por sí mismo. “Colgalo y vemos qué reacción provoca”, dije. Pasé un fin de semana en paz conmigo mismo, satisfecho por haber cumplido con mi deber de artista, o con lo que yo pensaba que debía ser el modo de comportarse de un artista. Cuando el lunes temprano pasé por el restorán las mesas de fórmica habían sido cubiertas con manteles violetas largos hasta el piso, servilletas al tono y centros de mesa con flores artificiales. Hacía un calor espantoso y él estaba en la esquina repartiendo volantes del nuevo restó, transpiraba adentro de un elegante traje negro y llevaba los pies apretados por unos zapatos de cuero brillantes de betún, pero no parecía sentirse incómodo por ser el único arreglado de semejante modo en esa avenida donde ninguno de los autos particulares, los camioneros y los taxistas se detenían ahora que ya no estaba la hamburguesería al paso. Me conmovió su entereza y dignidad frente al inminente fracaso. Y me felicité por haber hecho un aporte a su sueño del restorán perfecto y fino en el peor lugar de la ciudad. Me acerqué a preguntarle por los comentarios que había obtenido con respecto al cuadro. “No gustó”, dijo. “¿Cómo que no gustó? ¿A quién no le gustó?”. “A mi señora”. “Pero ¿qué entiende tu señora de arte?”, dije. Silencio. Me di cuenta de que llevaba las de perder y reculé. “Bueno, me lo llevo entonces…”. “¿Cómo que te lo llevás…?”, dijo él y por un instante pensé que había entrado en razón. “Sí, me lo llevo…”. “Ah, no… pero yo necesito el acrílico…”. Me quedé mirándolo. Y por encima de su hombro, al cuadro colocado en la pared, arriba de la caja. La verdad que quedaba precioso. “No entendés”, dije entonces. “Necesitarás el acrílico, pero ahora es una pintura. Una obra”, agregué tímidamente. “Una obra que tiene un valor por sí misma”. De pronto éramos dos los que estábamos transpirando en esa esquina de la avenida. El muchacho dijo en ese momento algo inesperado: “Cuánto vale”. Dije un precio. “Bueno”, dijo y yo pensé que me había quedado corto con la cifra. “Te lo compro”. Entonces entendí. “¿Qué vas a hacer con el cuadro?”, dije. “Nada. Lo voy a lavar y voy a volver a poner el acrílico”, dijo el muchacho. Casi le pego. Pero me reprimí. “No… no podés hacer eso…”. Me pregunté que hubiera hecho Van Gogh en una situación similar. Qué hubiera hecho Picasso. “¿Cuánto cuesta el acrílico?”, pregunté. El muchacho respondió con toda seriedad una cifra. Era el doble de la que había dicho yo. Pensé que mi cuadro estaba cotizando en el mercado, o que ese debía ser el famoso mercado del arte. “Yo te compro el acrílico”, dije. Él aceptó enseguida. Desde ese momento el Nice se convirtió en la pintura por excelencia del living de casa.
Marta Braier
Al promediar la década del 70, en ocasión del cincuentenario del fallecimiento de Ricardo Güiraldes, el director del Suplemento Cultural del diario Clarín de esa época, Fernando Alonso, me encomendó una llamada telefónica a Borges, para que nuestro venerado escritor homenajeara con alguna anécdota o recuerdo al autor de Don Segundo Sombra. Yo trabajaba en reseñas literarias para el Suplemento y acepté con entusiasmo el encargo honorífico.
Debía llamar a Borges a las 17 horas en punto a su casa y llevar al día siguiente una breve nota. El caso es que yo, con el número de teléfono que me habían dado anotado en un papelito, entré a una cabina telefónica del Sanatorio Otamendi, en la calle Azcuénaga, justo a la vuelta del edificio donde yo vivía, por la calle Paraguay. No tenía teléfono de línea (y no era fácil conseguirlo).
Cuando el ama de llaves que me atendió me pasó con Borges, atiné a escribir como pude su relato, conmocionada por esa voz pausada y única, apoyando el cuaderno en la pared vidriada de la cabina, mientras una larga fila de personas ansiosas se alineaba aguardando su turno para el uso del teléfono.
Presa de un nerviosismo in crescendo, y viendo con preocupación que la fila crecía, agradecí tímidamente a Borges su colaboración, corté y me refugié eludiendo las miradas en la capillita del Sanatorio. Allí permanecí un largo rato en busca de amparo. Era mucho para una jovencita tucumana recién llegada a Buenos Aires recibida de Profesora en Letras. ¿Quién me iba a creer?
Cuando llevé la anécdota al diario, escrita con fidelidad absoluta a las palabras del célebre autor de El Aleph, me enteré de que Borges ya la había contado varias veces y que se había publicado. En realidad, lo que destacaba, con énfasis, era que Güiraldes se había olvidado una noche la guitarra en su casa.
Yo tardé en recibir el teléfono de línea y no he olvidado esa voz ni ese momento. Bien vale rubricar este recuerdo con versos borgianos: “Qué importa el tiempo sucesivo si en él hubo una plenitud, un éxtasis, una tarde”.
¿Existirá aún esa cabina?
Francisco Romano Pérez
Una mañana fría, en mi jardín, me empapó la tristeza. Encontré una mariposa en agonía. La tomé entre mis manos. Gracias, apenas, me dijo. Te dejo mis alas, me dijo. Y partió.
Beatriz Arias
Cuando mi hijo mayor, Esteban, se salvó de hacer el servicio militar en 1991, resolvimos festejarlo. Nadie de la familia lo había hecho por uno u otro motivo.
Fuimos al supermercado con Daniel, mi esposo, y compramos bebidas y comidas varias para empezar con una picada y seguir con dulces y sidra bien fría para el brindis.
Cuando llegamos a la caja para pagar, entra un señor de mediana estatura, pelo corto canoso, con pantalón y campera jean, que se acercó al dueño (el gallego) desde atrás y le apuntó con una pistola en las costillas. Todos se quedaron mudos y quietos a la orden del desconocido. Menos yo.
Seguí charlando con Daniel como si nada ocurriera y comenté por qué no nos cobraba el cajero y nos íbamos. En ese momento los clientes estaban depositando la plata sobre el mostrador, igual que Daniel. Yo le pregunté por qué lo hacían y me contestó: “Es un asalto”.
Entonces me di cuenta, me paralicé y empecé a temblar. Lentamente fuimos hacia el fondo del supermercado hasta que el ladrón se fue. Recogimos los comestibles y volvimos a casa.
Al otro día, volvimos a comprar al súper y el dueño nos cobró todo lo que llevamos. El festejo lo pagamos dos veces.
Julio Aranda
No del orden de lo irrisorio, pero sí curioso. Fue en 1997 o 1998. Nos invitan, entre otros, a Jorge Montesano y a mí a una lectura de poemas y nos piden que les adelantemos el material que íbamos a leer, cosa que nos pareció extraño…; entre mis poemas había uno que hacía alusión a los desaparecidos. Lo que no sabíamos era que la lectura se realizaba en la sede de un edificio céntrico que por ese entonces pertenecía al Círculo Militar. Nos citan un par de días antes y “gentilmente” me indican que ese poema no debo leerlo porque el tema estaba muy trillado y bla-bla-bla, y que no lo tome como un acto de censura. Ante mi sorpresa, Jorge Montesano increpa a los dos hombres que nos atendían, diciéndoles que “no vamos a permitir” que nos elijan los poemas, y que si no estaban de acuerdo que borraran nuestros nombres del programa. Los hombres se miraron entre sí, como consultándose, y juro que temí que todo se siguiera complicando. Finalmente, nos devolvieron el material señalándonos que sólo era una sugerencia. Corolario: me di el gusto de leer un poema sobre los desaparecidos en un evento cultural organizado en un edificio que pertenecía al Círculo Militar.
Susana Szwarc
Con los títulos de los libros me pasaron ciertas situaciones irrisorias. Por ejemplo, llevé a fotocopiar, cuando aún no estaba impreso, poemas de El ojo de Celán. Y quien fotocopiaba me preguntó si todo el libro que estaba escribiendo transcurría en Ceilán, si había estado allí. No quise incomodar y dije que sí, que estuve allí. No pude evitarlo y agregué que es un lugar al que voy muy seguido.
Luis Alberto Salvarezza
Situaciones irrisorias:
En París, la familia Desecures nos alquilaba el departamento donde vivimos estando allí. A los pocos días de alquilar nos invitan a cenar. La cena se desarrolló normalmente hasta el momento que nos presentaron la mesa de quesos. Del que debíamos probar uno o dos trozos. Los anfitriones a través de éstos, nos dijeron después, comprueban si el invitado ha quedado satisfecho. Con Adriana probamos pequeños trozos, pero de un montón de quesos. Lamentablemente al otro día, en la clase de Civilización, nos contaron que debíamos ser discretos en esas ocasiones. Fuimos y pedimos disculpas y ellos se rieron un montón. La explicación que dimos fue ingenua pero valedera: que no conocíamos muchos de esos quesos, respuesta que les resultó simpática.
La primera vez que me preguntaron su gracia: quedé mirándolo al que me lo preguntó. Un papelón.
El ridículo lo cometo permanentemente frente a los avances tecnológicos. Recuerdo las canillas con censores y mi fastidio: no hay agua. Las tarjetas magnéticas para abrir puertas.
Hacerme el popular haciendo mal uso de los dichos populares y haciendo reír al auditorio.
Zulema de Artola
Cuento el ridículo más reciente. Me disponía a enviarle un mensaje por wasap al nuevo administrador (al que sólo conozco por su fotografía allí) del edificio en el que vivo. Algo toqué inadvertidamente y en lugar del mensaje le llegó un sticker: corazones, florcitas, zapatos de mujer, etc. Claro está, luego le envié otro mensaje, reconociendo mi error (hasta ahora, no recibí respuesta).
Claudio F. Portiglia
Viví entre situaciones irrisorias —no todas publicables—, pero una se grabó y me alertó.
Yo escribo desde que tengo memoria. En una economía de escasez extrema, los juguetes que siempre me acompañaron fueron un cuaderno y un lápiz. A veces, también, una cajita de lápices de colores; pero pronto comprendí que los gastaba en vez de invertirlos.
La cuestión es que me pasaba las horas apuntando no sé qué. Solo, por lo general; o con una vecinita. A la remanida pregunta que hacen los adultos acerca de “qué querés ser cuando seas grande”, yo respondía que quería escribir. Mi mamá fantaseaba con que fuera escribano, porque la literatura y la poesía eran ajenas a mi familia nuclear.
Ya en la secundaria y becado por una institución que entrevió mi vocación de periodista, se me recomendó para “practicar” en uno de los diarios de la ciudad de Junín. Por entonces, el más modesto y, además vespertino, que había fundado un reconocido dirigente radical y que sobrevivía a duras penas.
Mi primera tarea consistía en copiar las noticias del diario La Razón de la tarde anterior o del matutino local, y “arreglarlas” de tal manera que no parecieran copiadas. Después recorría las comisarías en busca de las policiales que acreditaban los telegramas y, después, pasaba por la secretaría de prensa municipal para recoger comunicados.
Hasta que llegó la campaña electoral, una vez que el teniente general Lanusse, presidente de facto, levantara la veda, y a mí me tocó cubrir todos los actos de “Cámpora al Gobierno, Perón al Poder” que se hacían en los barrios de mi ciudad.
Era un ascenso, por supuesto. Pero, aquí lo irrisorio:
No sólo que nunca me pagaron un centavo por las muchas notas que escribí, sino que para leerme a mí mismo en letras de molde tenía que comprar el ejemplar, porque tampoco me lo regalaban. Y los compraba, claro. Porque la vanidad y el orgullo de “escribir para el diario” podían más que la conciencia de explotación.
Y eso que mis notas ni siquiera salían firmadas. Sólo yo sabía quién era el autor. Sólo yo con mi onanismo intelectual de un chico de quince años.
Laura Szwarc
Me han sucedido situaciones irrisorias con el heterónimo An Lu con el que firmo mi poesía. Por ejemplo, me hablan de An Lu y hasta relatos disparatados sobre ella, desconociendo que se trata de la misma Laura Szwarc. Pero, ¿acaso somos cada vez los mismos? Aquí vemos una vez más cómo la identidad se mueve.
Pablo Ingberg
De recorrida por el Peloponeso en auto alquilado, llegamos a un alojamiento en Nafplio. Entre mi balbuceo de griego moderno y el de inglés de la dueña, le pregunto dónde hay un supermercado para comprar con qué hacernos la cena. Hay dos, uno pequeño cerca y otro grande un poco más lejos, cierran en pocos minutos. Vamos rápido en el auto a buscar el grande. En una esquina no sabemos si seguir derecho o doblar. En la misma mezcla de balbuceos, le pregunto a un tipo que pasea el perro. Éste balbucea un poco más de inglés. Me dice que para aquel lado hay un little. No little, le digo yo, quiero un big, uno grande. Sí, sí, big, para allá, un little. De nuevo: yo: no little; él: no little, sí big, little, para allá. No había tiempo, la suerte estaba echada: doblamos por donde nos decía. En un minuto llegamos, justo a tiempo, a un enorme supermercado Lidl: una cadena alemana, desconocida para mí hasta ese momento, que después reencontré en muchas otras partes. Tal vez el tipo todavía se acuerde de aquel sordo que entendía little cuando él claramente decía Lidl.
Ana Guillot
La que me viene a la memoria tiene que ver con mi primer libro. Ya recibida en la carrera de Letras, ya profesora secundaria y universitaria, me propongo abrir un taller literario. Al poco tiempo veo un anuncio de la querida Gloria Pampillo ofreciendo un taller de verano para aprender a coordinar. Y hacia allá fui. La primera sorpresa fue que muy seria nos dijo: “Nadie puede coordinar un taller de escritura si no escribe también”. Y ahí nos tuvo: todo el verano escribiendo diferentes consignas y, por lo tanto, aprendiendo la técnica. También lecturas, etc. Fue una gran experiencia, pero yo no había ido para escribir. Siento que la carrera inhibe. Es algo así como: ¿qué puedo llegar a escribir yo después de haber leído a semejantes maestros?
Sin embargo, escribí. Y ella comenzó a entusiasmarme. Y tuve mi primer libro. Entonces me pasó el número de teléfono del inefable editor José Luis Mangieri. Ni mail, menos mensajes de texto, menos WhatsApp. Nada existía: teléfono. Hace muchos años de esto.
Cita con Mangieri, cafecito, charla, entrega del manuscrito. “Te llamo en unos días”, dice. “Dale”, respondo muerta de nervios. Y así seguí… por más de un mes (mucho más). Claro, debe ser un desastre; claro, ¿cómo le iba a gustar mi poesía?; claro, qué papelón.
Un día junto coraje y lo llamo: “Nena, menos mal que llamás. Voy a publicarte. Pero otra vez dejame, aunque sea un dato. No pusiste ni teléfono ni dirección ni nada…”. En fin: autoboicot… o las hermanastras de Cenicienta (que, obviamente viven también en mi interior) confabulándose en mi contra. Así nació Curva de mujer y acá estamos.
Carlos Enrique Berbeglia
Sí, una digna de tener en cuenta, hace ya muchos años, en el mes de enero, a las orillas del río Cosquín, en la provincia de Córdoba. Me encontraba en un campamento, con mis compañeros estudiantes universitarios de la Facultad de Filosofía y Letras, cuando se desató un temporal nocturno que hizo salir de cauce al río. A la mañana siguiente las aguas ya habían regresado al lecho habitual, aunque en algunas oquedades restaron charcos.
En uno de esos charcos, que se estaba vaciando porque las aguas se dispersaban, había un pescadito de tamaño menor que un dedo que se debatía, desesperado, porque se le iba acabando el elemento donde sobrevivía.
Procedí a ponerlo entre mis manos en un cuenco con algo de agua y depositarlo en el río propiamente dicho, donde ya no correría riesgo de asfixia alguna…
¡De no creer! En vez de alejarse río adentro se quedó un buen rato dando vueltas entre mis dedos, desde el momento que no saqué la mano del agua, como agradeciéndome que le hubiera salvado la vida, me los rozó una y otra vez y solamente se alejó al yo retirar mi mano de las aguas.
¡Si esa actitud no fue consciente que se la cuenten a la caterva de cuantos todavía se dan el lujo de ignorar la existencia de una mente animal, más valiosa que la de los políticos, economistas, jueces o milicos corruptos que mantienen a la humanidad en el estado lamentable que le conocemos!
Ángela Gentile
Preguntás si podría contar alguna situación irrisoria y pensando en alguien de la literatura, me surgió lo que me pasó con Umberto Eco.
Viajé desde la ciudad de La Plata a Buenos Aires, enviada por el Instituto de Cultura Itálica, cuya vicedirectora en aquel momento era Haydée Bencini, directora del programa Caffé Ristretto, que se emitía por Radio Universidad, y de la revista Dall’Italia 2000. Fui con dos grabadores. Logré llegar a Eco (detrás del escenario del teatro) y justo empezaba la conferencia, así que permanecí en silencio absoluto hasta que finalizó y le pude formular algunas preguntas. Todos querían hablar con él, por supuesto. Pero me había olvidado de activar el grabador, donde debía registrar su saludo para Radio Universidad de La Plata. Entonces lo seguí llamando: “Maestro, maestro, mi scusa!”. Se da vuelta y me dice: “Un’altra volta Lei!”, se ríe y me invita con un gesto a acercarme. Le expliqué que me había olvidado de pedirle el saludo para la radio y lo realiza muy bien predispuesto. Luego me autografía Opera aperta, me escribe su dirección postal (porque le había comentado sobre una adaptación que había efectuado sobre Le lenti di fra Guglielmo para usarlo en mis clases) y me dice: “Mi scriva! voglio leggerlo!”. Y un 21 de enero me envió una carta con la respuesta.
Marcelo Dughetti
En 1997 me habían invitado a coordinar un taller de poesía en una cárcel. Se trataba de una jornada donde confluirían diversas expresiones artísticas en talleres para los internos. Con tremendo temor a cometer torpezas en las cuales me perfecciono día a día, me fui en bicicleta hasta el penal. Me acompañaba un perro chusco que siempre me esperaba a la puerta de casa y descargas eléctricas de una incipiente tormenta que le arrugaba el hocico al más pintado. El penal es como un buque ominoso y, por supuesto, opresivo, encallado en las afueras de mi ciudad. Abrieron las puertas los guardias y también las cerraron: odio el sonido de las puertas al cerrarse. Más o menos se calculaba un tallercito de cuarenta minutos que, combinado con los otros talleres de pintura, artesanía, música y maquetismo, harían las delicias de los hombres y mujeres privados de su libertad. Cerraría el evento una banda municipal que interpretaría algunos temas de los más influyentes en la pampa gringa: por ejemplo, “¿Quién se ha tomado todo el vino?”, de Carlos “La Mona” Giménez. No había, en principio, nadie de la escuela que me recibiera, nadie de la biblioteca del penal, ninguno de los directivos. Pensé que los oficiales o personal subalterno estarían enterados, pero no.
Nuestra cárcel es un cuadro cerrado con torres de control, pero que vista desde arriba semeja una torre de departamentos, desde luego, a lo Dante, como un averno invertido. Bueno, para sintetizar, tampoco llegaron los otros talleristas y la cosa se puso heavy. Aparecieron las autoridades, el director ordenó continuar con los talleres que ahora se habían reducido sólo a uno y que por la afluencia de personas se haría en la capilla abandonada del penal. Público cautivo, nunca mejor dicho. Yo nunca había tenido tanta concurrencia en un taller. Pusieron hombres de un lado, mujeres del otro y guardias hasta los dientes. En ese contexto la poesía no quería salir de su cueva ni que le pegaran palos. El taller derivó en una charla, y en una charla entre un pichi que al lado de los internos era un niño de cinco años, personas repletas de experiencias de vida dura y traumática. Finalizando la charla fue el desastre, el sumun de mi torpeza, porque animado por el contexto de capilla y recordando lo que decía un viejo cura, se me dio por decir: “Bueno, gente, pueden ir en paz, los dejo libres”. Todos se largaron a reír a carcajadas por la frase y la contestación de una de las reclusas: “Debés ser el único que nos deja libres”. Las risotadas fueron como un coro de ángeles que, como una atmósfera, redujo presión y hasta los más fieros guardias esbozaron una sonrisa por la ocurrencia del peor tallerista que jamás hubiera pisado el infierno.
Norma Etcheverry
En un número del año 2010 de Facundo, aquella buena revista dirigida por escritores de Rosario, salió un dossier titulado “La Plata de los poetas”. No tenía que ver con el dinero, claro, sino con los poetas de nuestra ciudad capital, La Plata. El dossier incluía sendas entrevistas a Néstor Mux, a César Cantoni, y a Gustavo Caso Rosendi, y se plasmó en casa de este último a instancias de Sebastián Riestra. Recuerdo que esa noche fui invitada pero no pude ir, y ellos, generosos, me incluyeron a su manera: en un apartado titulado “La hermandad de la uva” se mencionaba que algunos poetas platenses se juntaban para compartir libros, lecturas, y también botellas de vino tinto. Y en esas líneas dejaban sentado que la tertulia no era exclusivamente masculina, sino que solía acompañarlos la que suscribe. Recuerdo que me agradó esa forma tan particular de tenerme en cuenta, casi de igual a igual si lo medía con la vara de género, aunque consciente de que el mérito me acercaba peligrosamente al borde de una condición etílica no tan feliz, pero exquisitamente valorada si tenemos en cuenta aquel dicho que le adjudican a Horacio: “No sobrevivirán los versos escritos por bebedores de agua”. Aún guardaba en mi memoria otra anécdota que también tiene su origen en el vino, pero ocurrida muchos años antes. En aquella ocasión fue Néstor Mux quien me había invitado a casa de José María Pallaoro, a quien yo no conocía, “a comer unas empanadas y hablar de poesía”, me dijo, por lo cual me pareció atinado llegar con un presente y qué mejor que una botella de vino. Confieso que entonces no sabía de vinos y compré de pasada una marca que me avergüenza nombrar. Cuando entré a la casa lo primero que vi fue una bodeguita preciosa con un montón de botellas de buen nombre, empezando por el modesto y noble López, que suele revocar más de una cuenta. Luego, me pregunté qué pensaría el dueño de casa de mí, y sólo había dos opciones: o yo no sabía nada de vinos o era muy borracha… no sé qué era mejor. Pero, habiendo pasado los años y también los ríos de tinta y los de vino, ese gesto de los “varones de la poesía” en la revista Facundo resultó para mí como cancelar una deuda íntima, puesto que esa amable inclusión saldaba mi ignorancia y me restituía la magia de que el vino es parte de la poesía, como ya sabrían los griegos y particularmente Horacio.
Luis Colombini
Estando en el inicio de la preparación de una obra de teatro, donde se lee primeramente el texto entre todo el grupo, y estando todos sentados alrededor de una mesa, encuentro en uno de los bolsillos de mi abrigo la manivela plástica para levantar el vidrio del Dodge 1500 que yo tenía en esa época. No sé por qué motivo (concentración, expectativa desmedida), me encontré mordiendo la parte giratoria y haciendo girar lentamente la manivela sin tener presente que soy un hombre de barba y bigote. Al tercer giro empecé a notar que el labio superior empezaba a estirarse y el dolor a tornarse un poco inaguantable. Entonces pensé que los giros iniciales habían sido en el sentido opuesto a la dirección de las agujas del reloj; “sabiamente” me dije: ahora vamos a darle en el sentido del reloj. A todo esto, sólo se escuchaban las voces de los actores leyendo el texto. Comencé a transpirar, el dolor, inaguantable, y yo como un idiota con un remolino de pelos atorando la manivela del Dodge 1500. No tuve más remedio que pegar un grito de auxilio. Escena 1: Todos mirándome con el artefacto colgando de mi cara. Escena 2: Yo corriendo buscando una tijera que me aliviara.
Rolando RevagliattiDocente, psicoanalista y escritor argentino (Buenos Aires, 1945). Su quehacer en narrativa y en poesía ha sido traducido y difundido al francés, vascuence, neerlandés, ruso, italiano, asturiano, alemán, albanés, catalán, inglés, esperanto, portugués, bengalí, maltés, rumano, polaco y búlgaro. Uno de sus poemarios, Ardua, ha sido editado bilingüe castellano-neerlandés, en quinta edición y con traducción del poeta belga Fa Claes, en Apeldoorn, Holanda, 2006, a través del sello Stanza. Ha sido incluido en antologías de la Argentina, Brasil, Perú, México, Chile, Panamá, Estados Unidos, República Dominicana, Venezuela, España, Alemania, Austria, Italia y la India. Ha obtenido premios y menciones en certámenes de poesía de su país y del extranjero. Fue el editor de las colecciones “Olivari”, “Musas de Olivari” y “Huasi”. Coordinó varios ciclos de poesía y diversos eventos públicos, solo o con otros escritores. Ha sido colaborador en cerca de setecientos periódicos, revistas y colecciones de plaquetas, cuadernos, murales, etc., de la mayoría de los países de América y Europa. En soporte papel ha publicado dos volúmenes con cuentos y relatos: Historietas del amor y Muestra en prosa; uno con su dramaturgia: Las piezas de un teatro; quince poemarios: Obras completas en verso hasta acá, De mi mayor estigma (si mal no me equivoco), Trompifai, Fundido encadenado, Tomavistas, Picado contrapicado, Leo y escribo, Ripio, Desecho e izquierdo, Propaga, Ardua, Pictórica, Sopita, Corona de calor, Del franelero popular. Sus libros han sido editados electrónicamente y se hallan disponibles, por ejemplo, en su página personal. Cuatro poemarios suyos, inéditos en soporte papel, Ojalá que te pise un tranvía llamado Deseo, Infamélica, Viene junto con y Habría de abrir, cuentan con dos ediciones digitales de cada uno: en PDF y en versión Flip (libro Flash). También en ediciones electrónicas se hallan los seis tomos, conformados por 159 entrevistas por él realizadas, del libro Documentales. Entrevistas a escritores argentinos.Fotografía del autor: Flavia RevagliattiSus textos publicados antes de 201570 • 127 • 140 • 164 • 168 • 198 • 202 • 211 • 227 • 247 • 250 • 253 • 266 • 285 • 289 • 294Editorial Letralia: Poética del reflejo. 15 años de Letralia (coautor)Editorial Letralia: Letras adolescentes. 16 años de Letralia (coautor)Editorial Letralia: El extraño caso de los escritos criminales. 17 años de Letralia (coautor)Editorial Letralia: Doble en las rocas. 18 años de Letralia (coautor)Últimas entradas de Rolando Revagliatti (ver todo)Coordenadas: Autores de Argentina • Letralia 377Entradas relacionadas
María Gabriela Peraza Sjöstrand: Una muchacha retratando el puerto
Jorge Luis Santos García: “Toda fotografía es una ilusión”
Gala Garrido: “El cuerpo es una biblioteca, es un jardín”
El humor y lo sobrenatural se dan la mano en su novela Cinco camas para un muerto Gladys Ruiz de Azúa Aracama narra las reencarnaciones de un donjuán
Adelaida López López: “Todo lo que afecte al ser humano debe ser erradicado de la faz de la Tierra”
Deja una respuesta Cancelar la respuesta
Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *
Este sitio usa Akismet para reducir el spam. Aprende cómo se procesan los datos de tus comentarios.